Francisco Larrauri Psicólogo
Verdugos y la caza de cabezas
En el negocio policial nadie hace nada sin permiso, por eso se dice que hay un jefe de torturadores en la cárcel de Abu Ghraib, en Irak, y otro allá donde se practique la tortura, en este caso en Euskal Herria
En una galería de tiro se ha visto una hilera continua de cabezas impresas lo suficientemente grandes para apreciar sus detalles y ser reconocibles. Eran las fotografías de prisioneros vascos requisadas por un presunto delito de enaltecimiento de terrorismo que no se han depositado en el juzgado como prueba y que se han utilizado como blanco en la galería de un templo secreto donde los embozados aparecen sin la careta de los horrores. Aquellas pistolas no admiten intrusos.
Allí las cabezas impresas de personas vivas eran agujereadas con balas oficiales y apuñaladas con machetes reglamentarios, todo ello con el visto bueno institucional, que es la expresión sádica de cómo funcionan las relaciones de poder entre los verdugos y la gente del pueblo. Los verdugos y la caza de cabezas son la barbarie moderna del Gobierno socialista vasco.
Todo lo anterior se extrae de unas imágenes, sin copyright, del tiroteo y mutilación corporal sobre la fotografías de los presos, exhibidas como trofeos maltratados en un vudú de odio y que son el soporte de la propaganda bélica de Ares; un posado que se pretende marcial y orgulloso, se transforma en una imagen de lo atroz y una fotografía sádica de auténtico enaltecimiento del terrorismo. Estas imágenes han consumado la denuncia de los abusos de un búnker policial como sucedió en la prisión de Abu Ghraib.
En el negocio policial nadie hace nada sin permiso, por eso se dice que hay un jefe de torturadores en la cárcel de Irak, y otro allá donde se practique la tortura, en este caso en Euskal Herria.
La tortura es una empresa en la que nadie toma decisiones por encima de sus jefes, porque es precisamente la obediencia la que certifica la impunidad y la inmunidad. En la cárcel de Irak se fotografió la tortura eléctrica, cuerpos masacrados, sodomizados con palos y amontonados, y en el búnker de Euskal Herria, los verdugos sin cabeza aparecen disparando a la cabeza de los presos políticos vascos con la venia de su jefe. Otro icono. La historia de Euskal Herria ya tiene bastantes iconos vinculados con la muerte y la tortura, la cal de Lasa y Zabala, los pulmones encharcados de Zabalza, el azul de Unai Romano, el rojo eléctrico de Iratxe, y ahora este vudú escalofriante para descabezar con tiros a los vivos en el papel, dentro de las dependencias policiales.
Lejos de los jíbaros de la Amazonia ecuatoriana que creen que el espíritu de las personas está en su cráneo, y lejos también de los rituales sangrientos con los alfileres incrustados en los ojos de los muñecos del Haití de papá Doc, este vudú occidental consistente en infligir daño en la cabeza de los presos políticos vascos vivos, incluso cuando ya no pueden padecerlo, y adquiere un rango contrario a la razón. Con este ritual de mutilación imaginaria se adquiere el placer íntimo de dominar y ejercer el poder absoluto, una especie de justicia española divina. En el pensamiento de Franz Kafka, se adquiere la vergüenza de ser un hombre.
Rodolfo Ares se congratulaba de ser el primer representante de su grupo en el desfile militar de Madrid, y se puede congratular de perseguir al preso político vasco más allá de la cárcel con un entrenamiento en línea con la historia más abyecta del exterminio. Paralelismo del «fumigar» de Carlos Iturgaiz.
No hace falta que el consejero Rodolfo Ares les pregunte a sus subordinados, a estos que han de ejercer de flamantes hombres buenos, qué se siente al disparar a una persona que está en la cárcel o cuál es la relación entre la ley y la justicia. Está escrito ya en la historia. La cabeza del clérigo criollo, hijo de españoles, Miguel Hidalgo y Costilla, fue mutilada por las tropas españolas para escarmiento del pueblo mexicano que luchaba por la independencia del trono español. Se trataba de uniformados primarios con rabia destructiva que ajenos a todo sentimiento de culpabilidad con sus machetes escribían la ética de su nación sin moral.
Hoy se transita de la certidumbre de aquella ignorancia a la barbarie uniformada con el mismo paso. El vudú siempre ha sido un intercambio con el más allá y lo que hoy es un ritual de ilusionismo traumático placentero que Changó no lo convierta en una insoportable realidad de futuro.