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El barrio rojo de Amsterdam llega a la National Gallery

El «barrio rojo» de la capital holandesa llegará el próximo miércoles a las salas de la National Gallery de Londres con una instalación protagonizada por la pareja de artistas estadounidenses Ed Kienholz (1927-1994) y Nancy Reddin Kienholz (nacida en 1943).

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Joaquín RÁBAGO |

La instalación, titulada «The Hoerengracht» (en holandés: «El canal de las putas»), convierte una de las salas de la pinacoteca de la calle de Trafalgar en una reproducción de un par de callejuelas de ese famoso barrio donde las mujeres se exhiben en escaparates a potenciales clientes y simples mirones.

No es la primera instalación dedicada por Ed Kienholz al tema de la prostitución. Otra anterior, de 1961-62, titulada «Roxys», reproducía el interior de un burdel del Estado norteamericano de Nevada que Ed había visitado en los años cuarenta. Veinte años después, Ed, casado ya con Nancy, viajó a Amsterdam y como tantos turistas antes y después que ellos fue a ver el barrio de las putas. Tras aquella primera visita, los Kienholz regresaron en varias ocasiones, hablaron con algunas de las mujeres dedicadas a ese oficio y recogieron todo tipo de información visual sobre sus lugares de trabajo, que iba a servirles para la nueva instalación, según explicó Colin Wiggins, comisario de esta exposición.

Realismo

El realismo de la instalación es extraordinario: las figuras de tamaño natural creadas por los Kienholz en su estudio de Berlín a partir de modelos de carne y hueso se exhiben en los escaparates medio desnudas mientras esperan a que se decida a entrar algún cliente. En su aspecto se diferencian diametralmente de las grotescas y a veces monstruosas muñecas que poblaban el salón de «Roxy».

Sus cabezas tienen, sin embargo, la artificialidad de los maniquíes de tienda y llevan además un marco metálico con un cristal que puede abrirse y cerrarse, lo que parece implicar que aunque están dispuesta a vender su cuerpo, sus pensamientos y sentimientos están en otra parte.

Los Kienholz recrearon con todo lujo de detalles los sórdidos interiores de esas minúsculas habitaciones con sus viejos aparatos de radio, el reloj, las perchas para colgar la ropa, los ramilletes de flores artificiales, las pequeñas lámparas y el imprescindible lavabo para después del coito.

Ese realismo se aplica también al exterior, con las parpadeantes lucecitas rojas que enmarcan los escaparates, las farolas, los viejos bolardos y las igualmente viejas bicicletas aparcadas allí, material todo él que, según Wiggins, los artistas compraron en los mercados de pulgas locales.

No todas las mujeres están esperando en sus pequeñas jaulas, sino que algunas están ya ocupadas con algún cliente, como indica la cortina corrida en la planta superior, mientras que otras aguardan fuera, vestidas con ropa de invierno y fumando algún cigarrillo. A diferencia también de lo que ocurría con «Roxy», en este caso, el visitante no puede entrar en el espacio privado de las prostitutas, sino que se queda fuera, reducido al papel de voyeur.

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