DEBATE SOBRE IMPUESTOS Y GASTO SOCIAL
¿Quién paga y para qué?
Esta semana la prensa se ha hecho eco de unas declaraciones del diputado general de Bizkaia y de la diputada de Política Social de Gipuzkoa en las que pedían nuevos impuestos para financiar los gastos sociales. En este análisis se plantea que el debate ha de ser más amplio, abarcando cuestiones como el diseño de estado y quién y cómo ha de contribuir a su mantenimiento.
Isidro ESNAOLA I
Los medios de comunicación se han hecho eco esta semana de unas declaraciones del diputado general de Bizkaia, José Luis Bilbao (PNV), y de la diputada de Política Social de Gipuzkoa, Maite Etxaniz (Hamaikabat), en las que reclamaban más impuestos para financiar las políticas sociales. Una vez más, las diputaciones lanzan un debate parcial y lleno de urgencias con el objetivo de asustar a la ciudadanía, y el grupo Vocento se encarga de amplificarlo y realzarlo para que no pierda nada de su fuerza intimidatoria.
Cabría preguntarse qué es lo que han hecho hasta ahora las autoridades políticas para no darse cuenta de que, mientras el Estado de Bienestar es todavía raquítico por estos lares, la población envejece y necesita más ayudas sociales, el reparto del trabajo productivo y reproductivo requiere nuevos servicios...
Lo que han venido haciendo hasta ahora ha sido bajar los impuestos, sobre todo a los más ricos, maravillados por los grandes ingresos que obtenían con la burbuja inmobiliaria, pero cuando ésta ha explotado, entonces es cuando han empezado a dar muestras de preocupación.
Lo que hace falta en este país es un verdadero debate sobre política tributaria -quién tiene que pagar impuestos y para qué- y a ello no ayudan nada declaraciones altisonantes de los portavoces institucionales ni editoriales tendenciosos como los del grupo Vocento.
¿Estado de Bienestar o Sociedad de Bienestar?
Empecemos con el para qué. Los impuestos han servido y sirven para financiar los gastos del estado. La cuestión es qué tipo de estado queremos. Históricamente, el estado ha tenido una vertiente represora que se substanciaba en el mantenimiento de la policía, el ejército y obras de infraestructura para éste, la justicia, la burocracia y la diplomacia. Con el estado moderno, a esos gastos se incorporó el adoctrinamiento de las nuevas generaciones en la escuela. Las luchas obreras y la fuerza de las organizaciones de izquierda tras la victoria sobre el fascismo obligó a la creación del llamado Estado de Bienestar. Éste universalizó el acceso a la sanidad y a las pensiones y asumió como objetivo la redistribución de la riqueza. Y ahora, cuando empiezan a plantearse un nuevo paso aquí -en otros países de Europa lo han dado hace tiempo-, con la generalización de los servicios de ayuda a las familias, como las escuelas de infancia o los servicios a domicilio, parece que todo hace agua.
El punto de inflexión empezó a tomar forma en la llamada Estrategia de Lisboa, donde ya no se habla de Estado de Bienestar, sino de Sociedad de Bienestar. Este nuevo concepto viene a significar que es la sociedad la que tiene que hacer frente a sus necesidades y que el estado, en todo caso, desempeñará un papel subsidiario, que se reduciría a mantener unos servicios sociales mínimos para aquellos que no tienen capacidad económica suficiente. Éste es el modelo que la Administración tiene en mente. Así, además de privatizar todo lo que pueda ser rentable, está proponiendo, por boca de las diputaciones, crear fondos fuera de los presupuestos, nuevos impuestos que más bien parecen nuevos seguros de vejez, de invalidez, etcétera. En coherencia con todo ello, el objetivo de redistribución de la riqueza ha desaparecido de los discursos oficiales; ahora la prioridad es mantener las cuentas saneadas.
Estamos, por lo tanto, en un movimiento de reflujo hacia el primigenio estado represor que se encargaría fundamentalmente de la vertiente coercitiva y del adoctrinamiento, dejando la garantía de los derechos sociales al libre albedrío de las personas, que tendrán libertad para contratar con plena libertad seguros o fondos de pensiones, eso sí, privados. En este «Estado Mínimo», hasta las infraestructuras se pagan a escote.
Este movimiento tiene un poderoso aliado en la cultura del individualismo, en el ver y calcular todo desde el beneficio personal: ¿Para qué voy a pagar yo eso si no lo uso? La perspectiva colectiva ha desaparecido totalmente de los asuntos públicos.
Y éste es un asunto eminentemente público, de organización colectiva. Es necesario responder a preguntas del tipo ¿Qué clase de sociedad queremos? ¿Qué papel debe desempeñar el estado? ¿Cómo organizar la protección social? Sin respuestas a estas preguntas, difícilmente podremos calibrar si hace falta más o menos dinero.
Los principios de igualdad y progresividad
Respecto a quién tiene que pagar. La reforma de Fernández Ordóñez, en 1977, puso las bases del sistema de impuestos que rige en la actualidad también en los cuatro territorios forales. Era un sistema que se puede considerar progresista, pero los cambios que se han hecho a lo largo de todos estos años han desvirtuado la filosofía inicial del sistema de impuestos hasta convertirlo en mera caricatura. Muchos han sido los cambios, pero en una materia tan árida como ésta, lo mejor será centrarse en algunas cuestiones básicas.
Primera, los principios de igualdad y progresividad se han evaporado. El principio de igualdad postula que a igualdad de renta, de riqueza, la cantidad a pagar ha de ser la misma. Sin embargo, en el impuesto sobre la renta (IRPF) decidieron separar los ingresos según su origen: las rentas de trabajo -sueldos y salarios- por un lado, y las rentas de capital -intereses y demás- por otro. A las primeras se les aplica una escala que va aumentando a medida que aumenta la renta, desde el 23% hasta el 45%; las segundas pagan un tipo fijo, el 18% hasta ahora. De esta forma, aquella persona que ha ganado 14.000 euros con el sudor de su frente pagará el 23% de esa cantidad, mientras que la que ha ganado esos mismos 14.000 euros en la Bolsa sólo pagará el 18%. No es difícil ver que, a medida que sube la cantidad, la diferencia se va haciendo más escandalosa.
El principio de progresividad dice que a mayor riqueza, mayor será la aportación de la persona en cuestión. Para ello, en el impuesto sobre la renta se estableció una escala en la que aumenta el porcentaje a pagar a medida que aumenta la riqueza. Esta escala ha sido constantemente rebajada, hasta un máximo del 45%, cuando llegó a superar el 50%. Además, al dividir las rentas según su origen, la progresividad ha sufrido otro golpe: progresiva sólo es la parte referida al sueldo, porque las ganancias de capital tributan al 18% independientemente de la cantidad. Así han convertido el IRPF en un impuesto sobre los salarios que, en lo fundamental, paga la clase trabajadora.
Información y opacidad
Segunda, la cuestión de la información. La información es clave para todo, también para que las haciendas puedan recaudar impuestos.
Un ejemplo: las SICAV, esas sociedades de inversión creadas a medida de las grandes fortunas que se han hecho muy conocidas últimamente. Pues bien, como denunciaron los inspectores de Hacienda del Estado, cuando empezaron a investigarlas -porque necesitan 100 inversores para constituirse y, normalmente, son meros testaferros- les quitaron la competencia y dejaron la fiscalización de estas sociedades en manos de la Comisión Nacional del Mercado de Valores. Y aquí paz y después gloria.
El diputado general de Bizkaia, José Luis Bilbao, fue muy explícito en su discurso del lunes: dijo que las SICAV suponen un agravio comparativo frente a los contribuyentes que tienen un patrimonio mínimo inferior a 2,4 millones de euros y no pueden acceder a este privilegiado vehículo de inversión. Con esas palabras daba por hecho que todas las SICAV son fraudulentas. Admitía un fraude de ley pero, en vez de denunciarlo, arremetió contra el fraude que se puede cometer en las ayudas para el alquiler, la renta básica y similares. Es decir, no son los ricos y poderosos los defraudadores, sino los pobres y necesitados.
Es también ilustrativo de la importancia de la información que las instituciones concedan ayudas a la rehabilitación de vivienda por un montante igual al 16% del gasto, cantidad que coincide exactamente con el importe del IVA. A todas luces, el único objetivo de esas ayudas es obligar a los gremios a realizar facturas y así poder recoger información sobre su actividad. Gastar dinero público de esta manera puede estar justificado, pero resulta chocante que a la vez se elimine el Impuesto sobre el Patrimonio, que también permite obtener mucha información. Lo que pasa es que éste recoge información fundamentalmente de los ricos y poderosos mientras que el resto somos unos granujas por definición.
Al final, resulta que las personas no pagan en proporción a su renta, sino en proporción a la información que de ellas tiene Hacienda, y las posibilidades de eludir su control se multiplican con la riqueza, sobre todo porque hay una decisión política de la Administración de no molestar a los ricos. Ésta es la razón por la que, año tras año, los asalariados declaran de media más renta que los empresarios.
La recaudación
Tercero, el sistema recaudatorio. Las haciendas forales han endosado la gestión de los impuestos a las empresas. Junto con la nómina, las empresas realizan el pago a la Administración de los impuestos correspondientes a cada trabajador o trabajadora. La declaración de la renta se convierte en un mero trámite para ver si lo ya pagado es suficiente, si sobra o si falta algo. Como generalmente Hacienda suele devolver algo, volvemos de hacer la declaración no con la sensación de que hemos pagado, sino precisamente con la contraria: que hemos cobrado, cuando no es cierto.
Este sistema de recaudación tiene un efecto anestesiante sobre el contribuyente, que pierde la conciencia de haber pagado a Hacienda. Allí donde no hay conciencia no puede haber ningún impulso para exigir igualdad y justicia. Y en esta desidia general hacia el sistema tributario, la Administración tiene las manos libres para hacer y deshacer a su antojo y, fundamentalmente, en beneficio de los ricos y poderosos.
En última instancia, no paga más impuestos aquél que más dinero gana, sino aquél que no tiene poder político para evitarlo. O dicho de otra forma, tal y como últimamente se suele gritar en las manifestaciones: no falta dinero, lo que sobran son ladrones.