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Fermin Gongeta sociólogo

Mediocridad organizada

Con la valiosa ayuda de Shakespeare y otros autores clásicos, Gongeta bucea en el concepto de la mediocridad. Desconfía así de la búsqueda del término medio, de la corrección, la normalidad y, a la postre, la sumisión. «¿Quién es capaz de distinguir e imponer a toda la población lo que es normal o patológico; lo saludable y lo perjudicial; lo lógico y lo absurdo? Lo que para unos es sensatez, para otros es inconsciencia», asegura. Tampoco titubea cuando mantiene que mediocridad es la de quienes, desde el poder, reproducen esquemas de dominación sobre el débil y de negación de los derechos.

La película «Amadeus» narra la vida de Mozart. Quien fuera su maestro, Antonio Salieri, aparece en la escena final, recluido en un sanatorio. Es el momento en que dirigiéndose a sus compañeros de cautiverio exclama: «¡Mediocres de todo el mundo, os perdono a todos». En su día, la escena me impresionó. Pensé entonces, y también ahora, a qué grado de miseria intelectual y humana necesitamos llegar algunos para caer en la cuenta de que estamos inmersos y dirigidos por el mundo de la mediocridad.

Sabiendo, además, que esta esquizofrenia no es privilegio de la miseria, sino de la abundancia y el poder. Es un padecimiento más propio de aquellos a quienes mayor rango ha otorgado su medio social, su dinero usurpado o, más sencillamente, la papeletas de voto, generalmente trapicheado.

Hablando de mediocridad, fue el poeta latino Horacio, hace 22 siglos, quien escribió aquello de «quien ama la aúrea mediocridad conoce la seguridad porque se halla alejado de la sordidez de una vivienda deteriorada y lejos de un palacio que provoca envidias».

La dorada mediocridad ha sido asumida por los pensamientos acomodados y correctos bien pensantes. El estar «en el justo medio», «ni con unos ni con otros», se ha convertido en el eje central, el ideal del pensamiento considerado como sensato, equilibrado y correcto. Coincide plenamente con lo que la Iglesia Católica denomina virtud. «En el medio se halla la virtud».

Aunque los escritores citen siempre lo de la aurea mediocridad de Horacio, posiblemente en Euskal Herria ya se decía algo semejante mucho antes que el poeta latino: «Sasi guztien gainetik eta laino guztien azpitik», por encima de las zarzas y por debajo de las nubes.

Es la búsqueda del equilibrio, aunque no se sepa de qué equilibrio se trata.

Oír hablar de virtud, de corrección, de normalidad, siempre me ha traído a la memoria los discursos e ideología interesada de una clase ya acomodada. De una pequeña burguesía complaciente con el gobierno, que es quien exige sumisión.

Porque... ¿quién es capaz de distinguir e imponer a toda la población lo que es normal o patológico; lo saludable y lo perjudicial; lo lógico y lo absurdo? Lo que para unos es sensatez, para otros es inconsciencia. Lo que es visto como correcto en un ambiente, es defectuoso en otro. La honestidad de unos es corruptela para otros, y la dignidad con el poder se convierte en autoritarismo.

El dramaturgo William Shakespeare lo tenía muy claro. Él es quien escribió que «la conciencia nos vuelve unos cobardes». Reflexionamos únicamente para justificar nuestros actos. Ni la razón, ni la verdad y la virtud se hallan nunca en las medias tintas. No hay término medio entre la enfermedad y la salud, como tampoco lo hay entre la miseria y la abundancia, ni entre la honradez y la corrupción, ni entre la justicia y la prevaricación, aunque no sea consciente.

¿Quién soportaría, señala Shakespeare, los azotes e injurias de este mundo, el desmán del tirano, la afrenta del soberbio, las penas del amor menospreciado, la tardanza de la ley, la arrogancia del cargo?... (Hamlet III.i) Puede que todo se reduzca a la simpleza del ser o no ser. Ser libres o someternos a los caprichos del poder. Aunque «El inferior corre peligro atravesándose entre los fieros golpes y estocadas de rivales poderosos» (O.C. V.ii)

¿Es necesario recordar las afrentas de jueces vengativos? ¿O tal vez los desmanes de la Audiencia Nacional? ¿O se trata de la Inquisición Nacional? No olvidemos que la inteligencia del Reino se detuvo en el siglo XV, cuando cayó Granada. ¿Qué son seis siglos de retraso con respecto a cualquiera de las denominadas democracias? Siempre fue el imperio de los gobernantes mediocres.

¿No es mediocridad que el Gobierno pida más contención salarial en un país donde el 63% de los trabajadores gana menos de 1.100 euros mensuales y donde el número de mileuristas ha aumentado en siete millones en los tres últimos años?

¿No es por la mediocridad del Gobierno el que la OCDE tenga que poner de relieve que el Reino de España ha sido el único país de los que pertenecen a este organismo, en el que los salarios han bajado en el periodo 1995-2005?

Mediocridad descarada la del gobernador del Banco de España que pide moderación salarial, a pesar de que el salario medio del Reino es un 35% más bajo que el europeo, mientras que la retribución media anual bruta de la plantilla del Banco de España es de 70.500 euros por trabajador.

Y hablando de sarcasmos y vergüenzas, ¿no es mediocridad política la del actual Lehendakari del Partido Socialista, que decía públicamente: «Hay ideas que son alas para volar hacia la violencia. El terrorista mata con bombas y se defiende con falsas ideas compartidas por otros que los utilizan como arietes». Luego se pregunta «¿qué vamos a hacer con las ideas que han convertido en asesinos a cientos de jóvenes vascos y qué nombre podemos darle?»...«no podemos dejar impune a la ideología que le ha forzado a serlo».

Ante la abundancia de mediocridad, un socialista moderado como lo fue Julián Zugazagoitia escribió en 1930, en su obra «El asalto»: «El socialismo creaba en cierto modo el fetiche de la cultura, que, a veces, daba por resultado un pedantesco engreimiento de los doctores de la ciencia socialista».

A ese engreimiento ideológico, a esa persecución tenaz de jóvenes, de familiares y amigos, a esas medidas drásticas de querer componer la economía del Reino aumentando los impuestos de los más desposeídos, a eso llamo mediocridad.

No soy Salieri. Aunque el poder del Reino nos quiera tener encerrados, enquistados en sus pobres planteamientos políticos. No soy Salieri y me repugna la mediocridad de quienes nos gobiernan. Hay hipocresía entre su pensamiento y su lengua. Y a base de repetir insensateces, acaban por creerlas. El problema para nosotros, los de a pie, es que ellos están organizados.

Gobernantes, no pongáis bálsamo en vuestros corazones, para demostrar nuestra demencia y no vuestra culpa. (De «Hamlet III.iv.»).

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