Víctor Moreno escritor y profesor
Dos pensadores excomulgados
El autor menciona la incapacidad de la Iglesia para reconocer los grandes errores que a lo largo de la historia ha cometido y se le ocurre que si la Iglesia tuviera intención de reconciliarse con la historia, el punto de partida podrían ser los teólogos que desde hace siglos permanecen en el registro de excomulgados. Víctor Moreno ofrece en este artículo algunas claves del pensamiento de dos de ellos, Guillermo de Ockahm y Marsilio de Padua, creyentes y, no obstante, defensores de la razón sin que ésta haya de someterse a la fe.
Un hecho que llama la atención es la poca o nula capacidad de la Iglesia para reconocer sus monumentales errores y presentar -no pedirlas- disculpas por ello. En cualquier caso, si las pretensiones de la Iglesia fueran reconciliarse con la historia, podría hacerlo primero, no con los científicos, sino con los hijos pródigos de la propia casa, esos teólogos que, desde hace siglos, siguen permaneciendo en la lista del índice de los condenados y excomulgados. Porque sucede que, en la mayoría de las ocasiones, estos heterodoxos se han convertido en fuente primordial del pensamiento que rige la conducta de los modernos.
En esta ocasión, hablaré de Guillermo de Ockahm y de Marsilio de Padua. Dos ilustres que pusieron en entredicho el sometimiento de la razón a la fe, cuestionaron el poder temporal de la Iglesia y plantearon la separación radical entre ambos poderes. El laicismo actual es incomprensible sin las aportaciones de ambos, sobre todo de Marsilio.
El primero era franciscano; el segundo, jurista y político. Ninguno de los dos ateo, ni agnóstico. Creyentes. El detalle no es baladí. Ambos terminarían excomulgados por el papado. Si no los llevaron a la hoguera, fue porque lograron escaparse de sus perseguidores.
El inglés Guillermo de Ockham (1285-1347) defendió que la teología no puede ser ciencia y no puede demostrar ninguna de sus doctrinas; son cuestiones de la voluntad. La fe no es condición necesaria para la salvación, pues Dios es absolutamente libre, y no puede verse coaccionado por nada, ni siquiera por el Papa.
Esta actitud de Ockham se puede rastrear en algunos teólogos actuales, por ejemplo, el jesuita Joseph Moingt, del que cuelo esta cita: «¿Para qué sirve Dios? Comenzar por desembarazarse de esa idea de que Él es útil. No, no es un objeto útil, aún menos lo es hoy en las condiciones del mundo moderno. Es el ser gratuito por excelencia, que no impone ni su presencia. No estimo que sea indispensable que los hombres piensen en Dios para salvarse: pueden salvarse de otro modo» (Joseph Moingt y Jean Bottéro, Marc-Alain Ouaknim, «La historia más bella de Dios. ¿Quién es el Dios de la Biblia?», Anagrama, Barcelona, 1998).
Ockham reconoce que el poder imperial deriva de Dios, pero no gracias a la figura del Papa o a su mediación, sino del pueblo, de la asamblea de los creyentes, quienes, a su vez, son los encargados de elegir democráticamente a sus representantes, obispos, cardenales y papas. Ni el Papa ni el Concilio tienen autoridad para establecer verdades que todos los fieles deban aceptar. La infalibilidad del magisterio religioso pertenece a la Iglesia, sí, pero entendida como «la multitud de todos los católicos que hubo desde los tiempos de los profetas y apóstoles hasta ahora».
Guillermo de Ockham, acérrimo defensor de la pobreza de Jesucristo, temática desarrollada en la novela y película de igual nombre «El nombre de la Rosa», fue, finalmente, excomulgado.
Marsilio de Padua (1275/1280-1343) fue rector de la Universidad de París desde 1312 hasta 1313. En su monumental obra «Defensor pacis», de 1324, Marsilio defiende el carácter positivo del concepto de ley que pone como fundamento de su discusión jurídico-política. Excluye explícitamente de su consideración la ley como inclinación natural o prescripción obligatoria en vista de la vida futura, y se limita a considerarla como «la ciencia o la doctrina o el juicio universal de todo lo que es justo y civilmente ventajoso y de su opuesto». Y lo entiende como «un precepto coactivo vinculado a un castigo o a una recompensa que otorgar en este mundo» y sólo en este sentido se le llama propiamente ley. La ley queda restringida a los actos externos como precepto coactivo. Nunca invade el espacio de la propia interioridad, sea ésta llamada conciencia o estómago.
Lo que es justo o injusto, ventajoso o nocivo para la comunidad humana no lo sugiere un instinto infalible puesto en el hombre por Dios ni por la misma razón divina, sino que lo juzga la razón humana, creadora de la ciencia del Derecho. Justamente todo lo que sí piensa la obispada actual.
El único legislador es el pueblo, es decir, «todo el cuerpo de los ciudadanos».
Concluye que la pretensión del papado de asumir la función legislativa y la plenitud del poder no es sino un intento de usurpación que no produce ni puede producir otra cosa que escisiones y conflictos.
Del mismo modo, para evitar estas disensiones por motivos de fe, señala que la autoridad legítima no es la del Papa, sino la del concilio convocado en la debida forma, o sea, de modo que esté en él presente directamente o por delegación «la parte predominante de la cristiandad». ¿Imaginan un concilio de estas características para determinar cuáles deberían ser las relaciones de la Iglesia respecto al aborto, la educación, la eutanasia, la clonación terapéutica? No, no me lo imagino. Por eso, yo me confirmaría con que se hiciera un referéndum para decidir acerca de la pervivencia o no de la Conferencia Episcopal.
En cuanto a las relaciones entre fe y razón, Marsilio señala que se trata de dos ámbitos claramente separados. Nada tienen que ver las cosas de la fe y las cosas de la razón. Siguen veredas y fines distintos. Quienes pretenden relacionarlas buscan indefectiblemente el sometimiento de la razón a la fe.
Marsilio de Padua considera que la Iglesia debe subordinarse al Estado. En su obra, «Defensor pacis», mantiene la supresión de todo poder de la Iglesia Católica en este mundo, a fin de evitar la coexistencia de gobiernos y jurisdicciones compitiendo entre sí. Y todo ello como una condición para el mantenimiento de la paz y la cohesión social.
Ni que decir tiene que los obispos y los papas lo odiaron a muerte. Y que los actuales ni lo nombren por equivocación. El papa Clemente VI lo calificaría como el «mayor hereje jamás conocido» cuando anunció aliviado su muerte el 10 de abril de 1343. Tampoco sus paisanos le tuvieron mucha devoción. En su ciudad de Padua ni siquiera dispone de una estatua que recuerde su nombre.
Y eso que el rechazo al poder eclesiástico era habitual entre los humanistas de la Florencia de aquel tiempo. Como decía con sorna Marsilio de Padua: «Los italianos tenemos, pues, con la Iglesia y con los curas esta primera deuda: habernos vuelto irreligiosos y malvados».
Idéntica opinión mantenía el humanista Guicciardini: «Tres cosas desearía ver antes de morir, pero dudo que, aunque viviera muchos años, pudiera ver alguna de ellas: una vida de república bien ordenada en nuestra ciudad, Italia libre de los bárbaros y el mundo liberado de estos curas malvados».
Sólo le faltó añadir: «y libre de moscas», para imaginar que quien estaba hablando de esa guisa era la encarnación del mismísimo don Pío Baroja.