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Iñaki Gil de San Vicente I Pensador marxista

Obama, Benedicto XVI y nosotros

Dicen que del enemigo el consejo. El refranero popular es contradictorio en extremo y vale tanto para un roto como para un descosido porque refleja el permanente choque de fuerzas sociales enfrentadas que se libra en el interior de la cultura popular. Fuerzas sociales que si bien tienen la forma de ideologías, creencias, concepciones políticas y éticas, actúan como fuerzas materiales poderosísimas una vez que prenden en la conciencia de los pueblos y clases explotadas. Debido a esto, siempre tenemos que someter a riguroso examen crítico lo que dicen los explotadores, para encontrar lo positivo y liberador dentro de tanta demagogia reaccionaria y negativa.

Muy recientemente hemos tenido dos ejemplos al respecto: el presidente de EEUU, la mayor potencia terrorista habida en la historia, Barack Obama, recibe el Premio Nobel de la Paz y afirma que existen guerras justas; y el jefe del Estado Vaticano, que tiene uno de los mejores servicios de espionaje del mundo y que es a la vez una de las más grandes empresas transnacionales del planeta, el Papa Benedicto XVI, ha reafirmado la doctrina de que el comunismo es inmoral e inhumano. Ambas declaraciones se realizan en un contexto determinado por una crisis sistémica nueva en la historia del capitalismo, crisis en la que sobresale la amenaza inminente de la catástrofe ecológica causada por este modo de producción basado en la propiedad privada y en la mercantilización de absolutamente todo.

La Fundación Nobel es una institución que se dice «privada» pero estrechamente relacionada con los intereses capitalistas a escala mundial. Siempre ha buscado una apariencia de neutralidad aunque escorada hacia lo que se denomina «Occidente» en detrimento de los pueblos empobrecidos y rebeldes, así como de las mujeres. Durante la mal llamada «Guerra Fría» fue un poder ideológico clave en la lucha contra el socialismo y sigue siéndolo ahora. En los últimos años está siendo criticada por indicios de sobornos y corrupciones que inclinan los premios hacia un lado u otro. Pero la concesión del Nobel de la Paz a Obama por algo que no ha hecho nunca -ni que nunca hará- ha destrozado del todo su decreciente prestigio. Muy mal tienen que ver el futuro los poderes imperialistas como para forzar a la Fundación a echarse al volcán de la legitimación de las atrocidades estadounidenses cometidas hasta ahora mismo y, sobre todo, de las que se practicarán en adelante. Prácticamente la totalidad de las críticas al premio se han limitado, con razón, a despanzurrar la mentira de la «guerra justa» imperialista mostrando su contenido opresor y criminal, reaccionario, y su dependencia hacia los supremos intereses socioeconómicos de la burguesía. Sin embargo, ésta es sólo una parte del problema porque la otra, y tan decisiva como la anterior, es la de estudiar la dialéctica entre guerra/violencia, política y paz. Uno de los secretos que explica la efectividad alienadora de la Fundación Nobel radica precisamente en que usa las definiciones burguesas de «guerra» y de «paz», caracterizadas por su unilateralidad y monovalencia clasista, es decir, exclusivamente a favor de la clase explotadora, propietaria de las fuerzas productivas.

La ideología dominante reduce la guerra a un conflicto bélico realizado según las convenciones internacionales, y la paz sería justo su contrario. Desaparecen así otras muchas formas de «guerra» como las de contrainsurgencia, las de baja intensidad, las de «cuarta generación», la «guerra cultural», «guerra electrónica»... y especialmente, desaparece la esencial continuidad entre la guerra y las múltiples violencias que aplica a diario el capitalismo. En el presente, y más aún en el futuro, la humanidad trabajadora está siendo agredida con complejas mezclas de guerras y violencias varias, combinaciones realizadas para fines precisos como el del sojuzgar mediante hambrunas, enfermedades e incultura, o la «guerra invisible» de las patentes, y así un etcétera casi inacabable.

Esta inhumana realidad queda fuera del concepto oficial de «guerra», de modo que el imperialismo hace literalmente lo que le da la gana. Un ejemplo lo tenemos en el bochornoso espectáculo de la Cumbre de Copenhague, en donde las grandes potencias han buscado multiplicar sus frutos obtenidos durante décadas de violencias invisibles contra los recursos naturales propiedad de los pueblos empobrecidos, de guerras no declaradas contra sus poblaciones, de saqueos realizados «legalmente» mediante el chantaje económico y la amenaza militar. Las diferentes combinaciones entre guerras y violencias logran, además, ocultar el proceso que hace de la guerra la continuidad de la política por otros medios y de la política la continuidad de la guerra en una fase posterior. Rota la dialéctica entre guerra y política, se rompe a la vez la dialéctica entre violencia y paz, difuminándose ambas en un absoluto abstracto solamente definible por la casta intelectual burguesa obstinada en aislar totalmente las tres instancias de la totalidad: guerra/violencia, política y paz como fases interactivas de un proceso permanente. Caer en esta trampa es uno de lo mejores favores que podemos hacer al capitalismo.

La condena papal del comunismo -que enorgullece a los marxistas- aporta dos datos fundamentales para entender mejor lo que se avecina. Primero, el Vaticano sabe que el peligro mortal para su civilización y sus negocios no radica en el supuesto «terrorismo islámico», sino en la lucha de las clases y naciones explotadas contra la propiedad privada. Las burguesías musulmanas nunca serán un enemigo irreconciliable para el imperialismo judeo-cristiano, como tampoco lo serán las burguesías con otras creencias, ya que la verdadera religión de todo capitalista es el dios dinero.

La transnacional vaticana sabe que las masas explotadas que creen todavía en otras diosas y dioses pueden desarrollar los contenidos sociales que laten en sus creencias, también en el fondo del cristianismo en pugna desigual con su dogma oficial, reaccionario y patriarcal. El Vaticano, y el fundamentalismo cristiano en su conjunto, necesitan destruir toda posibilidad de acercamiento entre las utopías que sobreviven mal que bien en muchas religiones, y el socialismo. La persecución romana de la teología de la liberación es un ejemplo más al respecto.

Segundo, la condena del comunismo también está destinada a las clases trabajadoras de los países imperialistas para frenar la tendencia al alza de la lucha de clases y el aumento de las inquietudes teóricas por el marxismo. El Vaticano siempre ha sido una fábrica de alienación. Lleva un cuarto de siglo demoliendo lo poco de progresista que tuvo el Concilio Vaticano II, y ahora, presionado por la crisis, corre en ayuda del conservadurismo, del neofascismo y del sistema patriarco-burgués. En el Estado español ha recuperado el nacionalcatolicismo y la mentalidad inquisitorial, que es un componente genético de la ideología del bloque de clases dominante.

El imperialismo occidental se prepara para justificar guerras, violencias y agresiones futuras, bajo el paraguas del pacifismo abstracto y reaccionario -en 1917 Lenin distinguía entre el pacifismo burgués, el reformista y el pacifismo justo-, y mediante una nueva condena del comunismo. Todo le vale con tal de asegurar su supremacía ante serios competidores exteriores, pero sobre todo ante el aumento de las resistencias de la humanidad trabajadora, la reducción de los recursos energéticos y la crisis sistémica.

Las naciones oprimidas y las clases explotadas en las entrañas del monstruo, que nos beneficiamos de sus crímenes y expolios exteriores, tenemos la inexcusable obligación ética y política de fusionar nuestra lucha por la independencia y el socialismo con la lucha internacionalista. En la medida en que avancemos en nuestra propia liberación nacional, de clase y antipatriarcal, en esa medida impulsaremos la emancipación humana en todas partes. Jamás el independentismo ha tenido un contenido internacionalista tan definido, y a la inversa.

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