Alberto Pradilla Periodista
Elegir entre folklore y hardcore
Ya hay 200.000 personas que han comprobado que se puede ir más allá y sobrepasar los topes legales a base de normalidad democrática, aunque sea a través de la fórmula del simulacro
Las consultas sobre la independencia de Catalunya celebradas el pasado día 13 amenazaban con convertir al casteller en la base folklórica de la construcción nacional catalana. Desde el prisma de Euskal Herria, que si de algo sabemos es de las consecuencias de tratar de salirnos de ese orden constitucional español que ni es nuestro ni aceptamos, se podía percibir el riesgo de que las votaciones pudiesen degenerar en una butifarrada matutina en la que algún «capitán catalunya», envuelto en su senyera y barretina al viento, sacase a pasear un independentismo adolescente, sin consecuencias prácticas. Como cantábamos en la parte de abajo de la herriko de Iruñea cuando el «Erribera» de Benito Lertxundi clausuraba nuestra discoteque del rollo, «menos folklore y más hardcore». Mala suerte.
Después de ver el desarrollo de las consultas, todavía es pronto para esgrimir la gracia fácil. Más allá de los tics personalistas, con las broncas públicas entre algunos de los convocantes que nos vuelven a recordar que el enemigo sigue siendo el Frente Popular de Judea (¡disidentes!) y no los romanos, existen elementos positivos que no se pueden obviar.
El primero, el de las cifras. Un 30% de participación, en una consulta popular desarrollada en dos meses gracias al trabajo de miles de personas es un resultado digno. Y, sobre todo, teniendo en cuenta que el «no» se quedó en casa. Aún votando sólo los convencidos, uno de cada tres catalanes ya no se cree eso del «encaje amable» en España. Un paso adelante en un país en el que hasta hace no tanto, el «rollo indepe» no pasaba de ser una simpática extravagancia. Decía el otro día Kepa Aulestia en «La Vanguardia» que «las consultas del domingo, como las anteriores y las posteriores, son para sus impulsores un ensayo preliminar que trataría de habituar a la ciudadanía catalana a un clima plebiscitario que acabe resultándole natural, para así culminar el proceso en un referéndum de autodeterminación propiamente dicho. Se trata de acostumbrar al cuerpo social al ejercicio del `derecho a decidir' en su versión soberanista y sublime». Ésa es la idea. ¿O no? Cuando la legalidad española vuelva a meter la tijera a un Estatut ya de por sí picadito por el Estado, los argumentos de esos partidos que han apostado por la amabilidad tendrán que explicar por qué lo aprobado por la mayoría de los catalanes cruza el Ebro y vuelve encogido.
Ya hay 200.000 personas que han comprobado que se puede ir más allá y sobrepasar los topes legales a base de normalidad democrática, aunque sea a través de la fórmula del simulacro. El riesgo es convertir las consultas en un juego de rol, donde lo mismo se puede votar la independencia de Catalunya que seguir a Lord Gandalf en una diada de elfos. Pero si se supera el peligro degenerativo, la posibilidad de desbordar el veto español es real. Será entonces cuando los catalanes tengan que elegir entre el folklore de un desfile de pins, enganchinas, adhesivos y samarretas esteladas, y el hardcore, que será la respuesta española en el caso de el que los pasos hacia la independencia sean efectivos.