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Koldo Campos Sagaseta Escritor

El último mensaje navideño del rey

Por más que todos los medios de comunicación habían retransmitido como público servicio el breve y real mensaje navideño, nadie, ni siquiera los medios, había prestado atención a su discurso

A aquel monarca no se le conocían excesivos destellos de inteligencia. De hecho, ni siquiera se le conocían. Su vida había sido un inventario de regios dislates al que se entregara con generoso afán y en todas las escalas, y que, al margen de las incontables vidas descorchadas y vertidas por su ambiciosa y coronada necedad, poco más le habían dejado que unas surtidas cuentas y algunos ebrios cuentos.

Tampoco podía decirse de su alcurnia que fuera bendecida por la gracia. Nadie fue nunca capaz de detectar en su majestad algún perdido reflejo de humor o, acaso, una simple agudeza alguna vez.

Desde la cuna, tal vez antes, ciertas carencias con la dicción y la oratoria lo habían despojado del don de la palabra y, como su alteza tampoco andaba muy surtido de ideas, pronto acabó encontrando en los añejos grados del silencio, entre reales duermevelas y furtivos bostezos, su natural resaca y su mejor estado.

Cuentan sus biógrafos que, no obstante sus dificultades para sobrevivir ileso a un pensamiento, en algunas ocasiones, hasta llegó a construir una oración completa cuando en aristotélica sentencia mandó a callar a un presidente ajeno que censuró su reino, a un campo de fútbol que abucheó su rango y a un caducado yerno que se negaba a darse por discreto.

Dicen también, en su descargo, que eran tantas sus reales obligaciones en regatas baleares o en pistas de esquí alpinas que, con frecuencia, hasta debía alterar su propia agenda familiar trasladando la fecha de los nobles bautizos, postergando las puestas de largo, suspendiendo sus tradicionales cacerías de osos ebrios, sus públicos ánimos a las selecciones deportivas y las entregas de principescos premios.

A lo que nunca renunció su majestad fue al tradicional mensaje navideño que todas las nochebuenas lo sentaba en cada mesa de su reino para brindar junto a sus súbditos por un próspero año nuevo.

Y fue, precisamente, una inolvidable Nochebuena cuando el rey, como si de improviso se hubiera vuelto sobrio o cuerdo, como si la inteligencia no fuera un acertijo y el intelecto una deuda pendiente, se desentendió del guión que tenía escrito y, en un inusitado arrebato de lucidez, de proverbial sabiduría, anunció su irrevocable decisión de instaurar la república y abolir la monarquía.

Ante el estupor general, el rey quiso ir más lejos y, por si se arrepentía horas después, hasta decidió guillotinarse.

Lamentablemente, al día siguiente, la que pudo haber sido la noticia del año no tuvo su debido titular. Y es que, por más que todos los medios de comunicación habían retransmitido como público servicio el breve y real mensaje navideño, nadie, ni siquiera los medios, había prestado atención a su discurso. Menos el populacho entretenido en hacer sonar sus cacerolas en repudio a la figura del monarca.

El rey, en cualquier caso, tampoco llegó a guillotinarse dado que, a pesar de sus esfuerzos, no pudo encontrarse la cabeza. Ignoraba el infeliz que un rey no tiene porqué tener cabeza, que le basta con tener corona.

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