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Maite Ubiria I Periodista

Una carta sin sellar

El secreto postal, tan sagrado e invulnerable, no rige tampoco en el Estado español. Ese acuerdo primero tácito y luego estampado en papel, que protegió primero a los poderosos para al tiempo amparar también a los plebeyos, ha soportado el paso de los siglos y el fragor de mil batallas.

La privacidad de las comunicaciones puede parecer un chiste en la patria de Sitel, pero es un bien común al que ningún ciudadano debería renunciar y menos aún ayudar a demoler.

El servicio postal es una insignia de Estado, y hasta una garantía de la existencia de éste. Lo es, aunque la afirmación parezca estúpida en un lugar en el que las leyes se promulgan para erosionar derechos en vez de para velar efectivamente por ellos.

Las cartas viajan ajenas al contador de kilómetros. Saltan del buzón a la saca, de la estación al furgón y de éste a la estafeta, y llegan, las más de las veces, a su destino. Los correos se cierran con saliva y tampón. Y ese sello con rostros no siempre afortunados es un aval mayor.

El servicio de correos, si tuviera apego a ese pacto original, el Estado mismo, si no fuera el primer sospechoso del espionaje sin ley ni límite, sería el encargado de alzar la voz y de depositar la denuncia pertinente para depurar los delitos que concurren en la violación del secreto de comunicación con vistas a la difusión pública de la carta de un preso a la espera de juicio.

La Fiscalía, tan ágil en otras diligencias, enmudece, y el derecho de la ciudadanía a recibir información veraz, tan poco evocado en las proclamas genéricas sobre la libertad de expresión, se sonroja ante un ejercicio que arremete contra la deontología profesional.

Si ya antes se fabricaron pruebas para condenar la acción política, ¿por qué no construir también informaciones a partir de un correo o de un sumario?

La misiva franqueada galopa al encuentro de un destinatario que espera. La carta llega, y no por error, a un destino no deseado. Y, sin embargo, en este caso, en demasiados casos, nadie marca una cruz en la casilla que pone «dirección errónea». Y se pone en marcha un mecanismo bien conocido y, por cierto, hasta criticado cuando se utiliza en una redacción madrileña.

A la vista de ello, mi carta viaja sin sello. En su interior, un recuerdo cálido para todos, sin excepción, los que faltan, y un abrazo para cuantos esperan.

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