Amparo Lasheras I periodista
El saco de lona, una historia antigua
El recuerdo de los entrenamientos boxísticos de su padre golpeando un saco de lona le sirvió insospechadamente a Amparo Lasheras para sobrellevar su estancia en prisión, para sentir que no estaba sola y descargar su rabia. Así lo relata en este artículo dirigido al preso político vasco Igor González, a quien le asegura que tampoco él está solo.
Ami padre le gustaba el boxeo. En su juventud fue un boxeador amateur con muy pocas peleas en su haber y muchas horas de entrenamiento frente a un saco de lona donde tal vez, y sin saberlo, descargaba la ira que no podía manifestar en la calle, que en aquel entonces pertenecía únicamente a Franco. El domingo era el día de entrenamiento, de práctica rigurosa durante dos horas en una lonja gris con bombillas desnudas y amarillas y un improvisado cuadrilátero en cuyo centro se bamboleaba un saco de lona. En una de las esquinas, sentada en una silla en la que los pies aún no me llegaban al suelo, yo leía tebeos y esperaba. Durante mucho tiempo, aquellas mañanas de domingo y la pasión de mi padre por el boxeo se convirtieron para mí en una agradable sesión de lectura, en una biblioteca atípica donde las aventuras de la familia Ulises, Carpanta, El Capitán Trueno o las inventadas por Stevenson y Mark Twain adquirían un sentido especial. Años más tarde, al leer a Julio Cortázar y descubrir en algunos de sus cuentos la fascinación que éste sentía por el boxeo, volví a recuperar la extraña magia que para mí había existido entre la literatura y el boxeo. Pocos eran los momentos en los que levantaba la vista de los tebeos y miraba a mi alrededor, pero cuando lo hacía, mi curiosidad se centraba en la rapidez, la seguridad y la certeza con que, una y otra vez, mi padre golpeaba al gigante de lona. Entonces me parecía que lo hacía con fuerza y hoy pienso que también era coraje, desahogo, rabia, necesidad, incluso con ese dolor agudo y angustioso que provoca la impotencia de no poder hacer nada, de tener las manos atadas y la palabra amordazada.
Los días de entrenamiento y lectura en aquella lonja húmeda y un tanto destartalada del casco viejo de Gasteiz siempre los consideré parte de los recuerdos más o menos entrañables de mi infancia. Nunca profundicé en ellos. Sin embargo, el tiempo que permanecí en prisión me obligó a reconducir algunas de mis experiencias y a ir más allá de las cálidas imágenes que me aportaba la memoria. Durante los primeros días, en el oscuro periodo de incomunicación y más tarde al despertarme cada día en el reducido espacio de una celda, sin más horizonte que un muro y una reja, me negué a aceptar mi situación y sentí la necesidad imperiosa de arremeter a golpes contra todo lo que me rodeaba y, en particular, contra el rostro impasible y blanquecino del juez Garzón y la rutina implacable, malévola y carente de lógica con que, en alegre comandita con el ministro de Interior español, instruye sumarios y firma autos de prisión para hombres y mujeres de Euskal Herria. Pero eso era imposible. A mi alrededor sólo tenía paredes, muros, y los golpeé hasta sentir dolor, luego me derrumbé. Fue en aquel instante de miedo, rabia e impotencia cuando recordé los entrenamientos, el saco de lona, girando en el cuadrilátero, la frente sudorosa de mi padre,su mirada y los puñetazos, uno tras otro, cada vez más fuertes... ¿A quién o a qué golpeaba tras el saco de arena y aserrín? Tal vez sólo a la guerra, la guerra que le enseñó demasiado pronto lo que era la muerte, el dolor y la miseria de la represión.
Decir que todas las guerras son terribles no es un tópico, es una de las pocas verdades absolutas que existen en la vida. Decir hoy que todas las cárceles «democráticas» son aterradoras, centros de castigo con reglamentos pensados, calculados y creados para aniquilar a la persona y destruirla, también es una verdad absoluta. Por eso el Gobierno español las utiliza sistemáticamente como un arma eficaz para intentar el genocidio político que quieren llevar a cabo en Euskal Herria. Las prisiones españolas no sólo arrebatan la libertad, están estructuradas para ejercer una venganza. Y la venganza siempre se ejecuta con frialdad y crueldad. Una compañera me decía: «esto es un submundo en el que hay que aprender a sobrevivir». Nadie está bien en la cárcel, y aprender a sobrevivir en ella, Igor, cuesta. No es fácil. Tú lo sabes mejor que yo. No existen consejos, no existen fórmulas, ni programas, ni métodos, ni tan siquiera es una cuestión de tiempo. Sólo el apoyo de los kides puede encender la luz donde hallar el espacio suficiente para construir un cuadrilátero y un saco de lona al que golpear, mientras se llora, se grita, se odia o se lucha.
En un viaje a Uruguay tuve la suerte de conocer al ex dirigente del Movimiento Tupamaro Mauricio Rosencof. Fue en 1986, apenas hacía unos meses que había recobrado la libertad tras 12 años encarcelado y torturado por la dictadura militar en una de las famosas «latas», celdas de acero, del Penal de Libertad. Su testimonio me aterró. Nunca había escuchado explicar tanto horror a alguien que todavía podía escribir, sonreír y hablar de futuro. Pensé en los presos vascos. Con una ingenuidad imperdonable, me dije a mí misma que aquella pesadilla de tortura y aislamiento era impensable en Euskal Herria. Hoy, casi 25 años después, la crueldad, aplicada a las y los presos políticos vascos ha superado la realidad de lo impensable y los socialistas han rebasado con mucho los límites y los desmanes antidemocráticos de los militares uruguayos. Podrán envolver su política penitenciaria y su genocidio político con celofán de mil colores, acompañar sus discursos con músicas celestiales y, en los medios de comunicación, crear una realidad virtual de amor y paz, al estilo Obama y con el ritmo trepidante de una comedia de buenos y malos. Por mucho que lo intenten su plan fracasará. La pregunta ¿non da Jon? seguirá recorriendo Euskal Herria, igual que las denuncias de torturas, los detenciones arbitrarias, la persecución política, los juicios farsa y las fotos de los más de 760 hombres y mujeres encarcelados en las prisiones de los estados español y francés. Cada uno de ellos, con su nombre y su historia, con sus penas y sus anhelos, con su fortaleza o su tristeza, su ánimo o su desánimo, hacen camino. Todos, Igor, dejáis una huella de veracidad en la lucha de Euskal Herria y fuera de ella. Todos contribuís a segar la hierba de la mentira institucional.
Me dirás que dentro y sin libertad la esperanza es más dura, más solitaria, más lejana. Sin embargo, no por ello deja de existir. El 2 de enero del 2010, dentro de una semana, por las calles de Bilbo miles de personas marcharán juntas para avivar esa esperanza y mostrar la realidad que otros quieren ocultar. Para gritar solidaridad y denunciar la tortura y la ilegalidad de una política carcelaria instaurada en la venganza y en la conveniencia política. Para reclamar derechos y sobre todo para exigir libertad. Aunque cada tarde, al finalizar el día, al hacer el recuento, uno tiene que mirar de frente a la soledad y buscar en su interior la palabra o el gesto capaz de abrir cada mañana una puerta que le ayude a seguir adelante, nadie está solo, ni derrotado. Siempre existirá fuera y dentro de uno mismo un cuadrilátero al que subir y un saco de lona al que golpear no importa cómo, ni con qué fuerza. Sólo hay que buscarlo.
Nunca hubiera pensado que la pasión de mi padre por el boxeo y aquellos entrenamientos casi olvidados iban a surgir como una varita mágica en momentos tan difíciles y, además, me podían ayudar a escribir este artículo. Quizás sea uno de esos extraños privilegios que otorgan la edad y la literatura, y también el cariño. No lo sé.
Sólo quería decirte que en estos momentos no estás sólo. Ninguno y ninguna lo estáis. No sabía qué contarte para que nos oyeses. Seguro que Julio Cortázar te lo habría contado mejor, yo sólo he hecho lo que he podido. Agur Igor, hasta el sábado en Bilbo.