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Antonio Alvarez-Solís I periodista

Los enredos del lenguaje

Entre los embustes con que prolongan su estancia en el poder los titulares del mismo suele figurar muy destacado el concepto de «futuro». No hay día ni casi hora en que desde las bocas de quienes dicen gobernarnos no salga expelida la promesa de un futuro mejor, a cuyo servicio, subrayan, han de ponerse los amargos sacrificios que hay que hacer en el presente. Me dieron por pensar en todo ello cuatro frases que me atreví a escuchar del mensaje real. En el pecado de fisgar tuve la penitencia.

Hace tiempo que ha dejado de convencerme la tesis de que el buen futuro suele forjarse con sinsabores, achaques y padecimientos sin cuento, más hijos de la explotación de los poderosos que de una explicable complicación natural. La llamada virtud del sufrimiento se ensalza retóricamente por los farsantes con mil matrerías o astucias con que nos muelen hasta los mismísimos huesos. Tan firmemente manejan la mentira que levantarse contra ella suele ser tenido incluso por terrorismo, ese sustantivo que no se sabe donde empieza realmente sino es en el borde podrido de la ley. El hambre que incita al hambriento a defenderse como ser humano escandaliza a los que comen a manteles de libertad y democracia.

Volvamos a la peligrosa significación que implica el futuro. A estas alturas de la poca vida que me queda he llegado a concluir que toda oferta de futuro que implique sufrimiento de presente entraña una malicia criminal. Sobre todo constituye una argucia para mantenerse en el escandaloso fraude que suelen. En el seno de una sociedad razonable no hay por qué sufrir dolor ni en los postoperatorios quirúrgicos ni en la vida política o social. Todas las desgracias que nos suceden son fruto de la explotación y de la soberbia. Dos pecados o, mejor, dos delitos. Dos formas de convertir la razón en una pócima.

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