Mikel INSAUSTI I

El cine europeo actual le tiene miedo al folletín, y es muy raro, por no decir impensable, encontrarse con nuevos realizadores que le entren sin complejos al melodrama. Todos deben suponer que hoy en día ya está para eso la televisión, donde tienen cabida los mayores excesos repartidos entre culebrones, «realitys» y «talk shows». Menos mal que a la belga Cécile Telerman tales tendencias le traen sin cuidado, convencida de que el tratamiento folletinesco sigue siendo el ideal para los retratos familiares. En su segundo largo “Toda la culpa es de mi madre”, reutiliza los elementos que siempre fueron eficaces dentro de las intrigas hereditarias pero con un mayor dinamismo, sin que falten los líos derivados de relaciones adúlteras, con las consiguientes tensiones entre los hijos legítimos y los que no lo son. Al final, una vez más, se pone de manifiesto que los lazos de sangre no unen tanto como los sentimientos, pues éstos crean vínculos entre las personas de forma libre y no por razón de parentesco.

La narrativa de Cécile Telerman es muy fluida, pasando de unos personajes a otros a la par que se suceden situaciones que combinan el drama y la comedia con soltura, gracias a transiciones rápidas basadas en asociaciones de ideas asumidas con inteligencia y sensibilidad por los integrantes del reparto coral al completo. Cada uno de ellos domina su papel por igual con la seguridad que dan unos diálogos muy bien escritos, así que no hay fisuras generacionales entre veteranos y jóvenes. Los roles paternos los desempeñan con su habitual saber estar Charlotte Rampling y Patrick Chesnais, frente a la comprometedora réplica filial de Mathilde Seigner y Pascal Elbé; mientras que Olivier Marchal explota su imagen asociada al cine negro para desempeñar el cometido detectivesco de la función, consistente en sacar a la luz los secretos de un pasado que le relaciona con el clan de los Celliers. Los resultados de su investigación serán traumáticos para los que decidieron ocultar la verdad.