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Antonio Alvarez-Solís I periodista

Teología del mundo ausente

El veterano periodista se refiere a las críticas vertidas desde los medios de comunicación madrileños contra el obispo Uriarte, articuladas en derredor de un argumento central: que la Iglesia ha de evitar mezclarse con ideologías y proyectos políticos. En ese contexto, Alvarez-Solís replica con la reivindicación del «Cristo mundano, paradigma de la libertad, protagonista de la igualdad, al hombre de carne y hueso que sufrió política y moralmente frente a los poderes de su tiempo».

Así de simple. Dice el periódico de Madrid, cuyo título no hace al caso, en su editorial de crítica acerba contra el obispo Uriarte, «que la misión de la Iglesia es ayudar al prójimo y salvar almas, no ideologías ni proyectos políticos». El periódico de Madrid se muestra sumamente irritado con monseñor Uriarte por sus juicios acerca de lo que debe ser un obispo en tierra vasca, que según la historia no es lo mismo que un obispo para fieles castellanos, circunstancia que se da en monseñor Munilla, a quien el Vaticano ha entregado la mitra donostiarra. Ante esta advertencia pastoral de monseñor Uriarte el periódico madrileño cuyo título no hace al caso iza como banderín de combate la teología vieja que relega a Dios al ultramundo escatológico, al más allá ignoto, con que a las almas se les niega el más acá de su existir humano, que fue lo que Cristo quiso enriquecer para su salvación en el siglo, cuando anduvo por las complicadas tierras de Israel.

Mas para el periódico de Madrid las almas no viven en la esencia política que mueve a su revestimiento humano. Las almas son una sustancia aérea absolutamente vaporosa y no sufren el mundo, ni padecen la injusticia, ni se duelen del dolor. Son almas que desconocen al Cristo mundano, paradigma de la libertad, protagonista de la igualdad, al hombre de carne y hueso que sufrió política y moralmente frente a los poderes de su tiempo. El periódico de Madrid, cuyo título no hace al caso porque todos los periódicos de Madrid son uno mismo, cree solamente en el Gobierno que administra de tejas abajo al ser sin espíritu y de tejas arriba dice creer en el Dios que administra al espíritu sin ser de sangre y carne. Experiencia salomónica con este hombre partido en dos. Salvo...

Salvo cuando el Ser ignoto, que espera severo al alma, es reclamado para la bendición de los ejércitos de los caudillos o para abrigo del poder de las potencias. Entonces sahuma tal periódico y quienes lo inspiran al Dios de las monedas que inscriben al César en la otra cara.

El obispo Uriarte ha vuelto a reclamar ante los fieles de su diócesis prelados que sean solicitados por el mismo pueblo a fin de reconciliar al hombre con su alma y hacer válido el reino de Dios aquí y ahora. Esta elección fue costumbre en los tiempos próximos a la presencia de Cristo, así como el pueblo establecía también la santidad de quienes entregaban su vida a los demás, santidad que no era un blasón canónico sino una reverencia popular, una fe en la bondad llanamente humana. Juan XXIII, el Papa que buscó los orígenes, quiso resucitar este poder cristiano que correspondía a quienes, dotados de espíritu, querían convertirlo en carne cotidiana. Supongo que monseñor Uriarte tiene como verdadera la emoción de cada pueblo para tratar con su propia alma los negocios que hacen válida una sociedad. Y así creo en consecuencia que hay una elección altísima de modos y lenguaje para hablar desde acá con la sucesión inacabable de las generaciones, a lo que quizá llamamos resurrección.

Sí, hay un alma vasca, como hay unos ojos vascos, unas emociones vascas y un ser vasco. Esta constatación quizá haya producido la indignación del periódico de Madrid, que ha azotado el aire con una represora y cesárea teología para complementar el mecanismo de represiones que para él constituyen la política y la ideología. Lo cierto es que cada cual tiene su almendro para cobijar sus amores que nacen del mundo a su manera para abarcarlo todo hasta el más allá que no conocemos sino intuyéndolo en la caridad con que vivamos la exigente lucha acá en la tierra.

Lo escribió así mi poeta comunista: «A las aladas almas de las rosas/ del almendro de nata te requiero/ que tenemos que hablar de muchas cosas...». Y cómo hablar de muchas cosas sino en la oración que une el alma al cuerpo que cobija el sufrimiento. Esa es la misión de los prelados: exponer el gran catecismo de la moral humana y velar por que las limpias voluntades preñen la política cotidiana. Y condenar al injusto y alabar al justo, en la imitación del gran Cristo que proclamó la moral política en su época. ¿O acaso Cristo no anduvo en el camino de la política liberadora con una ideología revolucionaria? Quien niegue esta realidad vacía al cristianismo de su voluntad de pueblo vivo. Sobra catecismo y falta Palabra.

Posiblemente quien escribió en este periódico de Madrid que «la misión de la Iglesia es ayudar al prójimo y salvar almas» tríe con cuidado sospechoso quién es el prójimo y mire con arbitrariedad meticulosa a quién y cómo hay que ayudar. Posiblemente, sí, mire con torcida voluntad de ayuda. Y la niegue al que sufre la injusticia, por ejemplo. Por ejemplo, al que padece el dolor cruelísimo de tantas dramáticas orfandades, entre ellas la orfandad de vivirse pacíficamente al calor del hogar en que arde el propio fuego. Tampoco parece que quien tal escribió sepa que las almas hay que salvarlas hoy, cuando aún pueden operar sobre su propio destino y construirlo con dignidad. Mal clero es el que no acompaña a su nación o la entrega como presente al poder.

La Iglesia son las iglesias. Cada una buscando a las restantes en la indagación de la justicia y la libertad, a las que hay que llegar desplegando el propio velamen. Y en ese marco está la Iglesia vasca en su inmensa mayoría, voz de un pueblo al que se ha arrebatado la posibilidad de andar hacia su destino. Porque la libertad de los individuos resulta imposible si se le niega el marco para realizarla, igual que la democracia es una quimera si no se instala a cada ciudadano en la igualdad de posibilidades materiales y políticas para ejercitarla. No es libre la palabra que teme la represión de la ley ni es libre el ciudadano imposibilitado para ser pueblo con todas sus dimensiones. Y corresponde buscar la liberación a quienes creen en la trascendencia espiritual de ambas prácticas.

Son cristianos, tengan o no esta voluntad religiosa, los que salen a la calle para proclamar que todos los sufrimientos son idénticos y que demandan ante esos sufrimientos un compromiso verdadero para superar sus causas. Superarlas lealmente, no produciendo nuevas injurias con la sombra de los muertos. Dirán de estas reflexiones que son caldo colado de una cocina vieja, pero el gran problema del presente está en haber perdido la posibilidad de decirnos todo esto con una simplicidad severa en la que no quepa la manipulación del entendimiento. Los poderes han envenenado con leyes y jueces, con la fuerza de las armas, los derechos humanos, que no son ya sino salvoconductos firmados en mesa de cambista. La democracia es un juego de apariencias que engrasa la maniobra política tantas veces detestable o incluso criminal. La legalidad suele consumirse en la persecución del otro. Y la fe ha sido convertida en una inmunodeficiencia para facilitar el trasplante de realidades abominables.

Frente a este mundo de proclamas envenenadas, encuadernado en el papel de las ordenanzas, queda la calle, que ha de ser repoblada de verdad con fe cierta en que la justicia es posible. No basta con orar por los muertos, en un intento que, desbordando el recuerdo, cae muchas veces en la tentación vanidosa de mejorar su suerte, sino que hace falta luchar por los vivos, en un intento sereno y vigoroso por que sigan vivos. Esto de seguir vivos es sumamente importante, a condición de que la vida por la que se lucha esté amueblada de libertad y dignidad. Como cristianos y miembros del común hay que luchar por ello. En primer lugar porque lo debemos a los que sacrificaron su existencia por nosotros, en segundo término porque se debe a quienes nos necesitan y, por último, porque hay que acopiar grandeza humana para los que vienen, ya que en ellos resucitaremos.

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