Iñaki Egaña historiador
Es un desierto circular el mundo
Más de uno dirá que soy un viejo repetitivo, que mi mensaje está caduco y que mis dedos se han quedado atrapados entre las ramas del pasado. Es probable que apenas preste atención al presente y que, a pesar de mi actividad en redes comunicativas, con aparatos inalámbricos y entre viajes ultrasónicos, las circunstancias que nos envuelven las vea reflejadas en el espejo de la repetición.
La realidad es machacona. El primero de octubre de 1939, 226 donostiarras fueron arrestados en el interior de la iglesia de los padres Franciscanos porque, presumiblemente, habían acudido a una misa en el aniversario de un gudari muerto. Los detenidos fueron internados en las prisiones de Ondarreta y Zapatari y juzgados un año después «por actividades anti-españolas y comisión de actos indiscretos y aún sacrílegos por aprovecharse de solemnidades litúrgicas».
Entre los detenidos en aquella redada estaba mi bisabuelo y uno de sus hijos. Otros tres de sus hijos estaban en prisión, entre ellos mi abuelo. El pobre hombre apenas si podía exteriorizar la aflicción por el futuro de los suyos entre rejas, suspiraba por tener noticias de ellos y realizó aquella «locura» religiosa sabiendo que él mismo podría ser detenido. Parece una broma, pero sucedió como lo cuento.
Por aquellas fechas, el padre de mi compañera era juzgado en el Dueso, acusado de «quemar iglesias». Cuando recibió la noticia de la acusación no pudo menos que reprimir una sonrisa. Jamás había entrado en una iglesia. Menos para calcinarla. Era una calumnia, de las muchas que recibieron los soldados vascos que habían quedado copados en Santoña, tras acuerdos entre jeltzales e italianos. Pero había que condenarlos por algo. Y ese algo se inventaba con suma facilidad.
El 24 de noviembre de 2009, un operativo policial español concluyó con el envío a prisión de 33 jóvenes y el registro de cerca de un centenar de viviendas y locales. Ha sido la mayor razia policial en el País Vasco en todo el siglo XXI. Las condiciones de los arrestos, las denuncias de malos tratos, la incomunicación, la humillación y la incautación de numerosos enseres de uso habitual (libros, discos, videos, ordenadores, apuntes universitarios) convirtiéndolos en «activos terroristas» han sido descritos por los medios de comunicación. «No dejes que la realidad te estropee una buena noticia», señala el viejo adagio. En este caso, la noticia estaba escrita desde hace decenas de años. La realidad la conocemos de sobra. Nada que ver entre una y otra.
Uno de estos últimos detenidos era mi hijo, tataranieto de aquel padre afligido por la suerte de los suyos, nieto de aquel gudari de Santoña al que, a falta de recursos, convirtieron su sentencia en hoja parroquial. Me dirán que zurzo descosidos de forma desafiante y que la sangre sólo es eso, un fluido que circula por venas y arterias. Pero, déjenme, al menos, que lo ponga en duda. Octavio Paz lo decía en su «Elegía Interrumpida»: «Es un desierto circular el mundo. El cielo está cerrado y el infierno vacío».
Cuando los zarpazos caen siempre desde el mismo lado, desde el origen de los tiempos que manejamos en la tertulia casera, el escenario tiene trampa. Una trampa mayúscula, directamente proporcional al objetivo que quiere perseguir. Y ese objetivo no es otro que la posesión de un pedazo de tierra, por supuesto también de la riqueza que genera, y la obligatoriedad de tener un apellido no deseado. El resto es humo.
No inventamos nada, señorías. La vida es un remake. No transformaron ustedes más que la caligrafía en letra courier, el boceto a lapicero en fotografía digital, la paloma mensajera en correo electrónico. La eterna rueda de la noria, que escribió Antonio Machado.
El reloj se paró en tiempos perdidos, la arena se atascó en el pasadizo de la razón. Hace ya más de un mes pedimos audiencia con el alcalde de nuestra ciudad. Con fama de tipo guay, dialogante y tolerante. Un disfraz carnavalero. No ha tenido siquiera un minuto para recibir a un grupo compungido de vecinos, padres y madres, alarmados por las tropelías cometidas en sangre de su sangre.
En cambio, ese alcalde circense ha deparado de inmediato con un grupo de consumidores preocupados por la falta de energía navideña. Su agenda se abrió a los visitantes extraterrestres y se cerró a los que, humildemente, querían compartir la impresión de que ser joven no es, necesariamente, un terrible delito. Seguimos como en los tiempos de Weyler. Y el guay no es el único. Son los reyezuelos del espectáculo, portavoces de la nada.
Otros nos negaron su presencia en el Parlamento vasco. Queríamos, con la voz, describir las seis letras del terror y la doble ele de la villanía. Persiana a la palabra, el mundo es de los sordos. Luego conferencian sobre la transversalidad. Un camelo. Jamás he creído en esa palabreja, menos aún en los últimos tiempos cuando los vividores de la política la ponen en su boca para manifestar su condición demócrata. Aquí estamos unos y otros en barcos distintos. Nadie salta. Cuando el silbo suena, sólo llegan los abordajes mercenarios.
Aquel amigo que vivió en el exilio más de 65 años, Mario Salegi, me lo contó hace ya años, por primera vez. Nuestra especie es grupal. Nuestros recorridos pueden ser más largos o más cortos. Más extravagantes o más previsibles. Blancos o negros. Y aunque la cuerda se tense o se estire más de lo habitual, decía Salegi, siempre volvemos a la tribu. A casa, a la que Gabriel Aresti defendió en aquella memorable poesía. Su vida, la de Salegi, fue la máxima expresión de esta sentencia barojiana.
Y las señales, los gestos de consuelo o de ánimo llegan siempre del mismo lado. De casa, de la tribu, aunque la palabra incite a una imagen prehistórica. Les juro que escribo con ordenador. En estas semanas esa percepción de grupo que somos se ha agrandado. En la calle, en la oficina, por teléfono, por carta. Somos un pueblo que merece muchísimo más que lo que recibe. Cuando el muro de contención se desvanezca, y las primeras fallas ya se atisban, la marea será imparable.
Ésta es precisamente nuestra fuerza. Sabemos que, ante la adversidad, los lazos se consolidan. Somos, además, los de la tribu, los únicos con memoria. Fuera del círculo, fuera del cromlech que diría Oteiza, es el abismo. La mediocridad, la mentira, el dinero como único valor. El vómito.
No hay lugar a una comisión de la verdad sobre el franquismo, acaba de anunciar la portavoz del Gobierno. Una comisión que había aprobado el Parlamento de Gasteiz en su legislatura anterior. ¿A quién interesa la verdad en este mundo de ficción, en este teatro shakesperiano? Los que murieron cuando las fuerzas del orden disparaban al aire, en controles, en comisarías, ya están muertos. ¿Para qué resucitarlos?
La memoria es nuestra espada. Vuelvo a ella. Esa nuestra memoria nos ofrece el calor en este teatro que es el mundo. Lo que dijo Weyler hace más de cien años, lo guardaba para hoy: «Yo no voy a hacer política de partido sino de guerra en defensa de la integridad nacional». Cuando se refería a la política de partido, estaba uniendo a conservadores y a liberales. Cuando hablaba de integridad nacional citaba a la española. ¿Quién reniega de su pasado? En ésas estamos, a pesar de que la mayoría desconozca las hazañas del tal Valeriano Weyler, «pacificador de la Vascongadas, pacificador de Cataluña y pacificador de Cuba». Grande de España y duque de Rubí. El modelo, la referencia.
No se conocieron, ni coincidieron en el campo de batalla, por apenas unos meses, pero aquel lugar cuya españolidad defendió Weyler causando un millón de muertos, tuvo un líder llamado José Martí que dejó escrita una cita que llevo permanentemente en la cartera: «El amor, madre, a la Patria no es el amor ridículo a la tierra, ni a la yerba que pisan nuestras plantas. Es el odio invencible a quien la oprime, es el rencor eterno a quien la ataca».
A estas alturas, tengo tantos años y tanta memoria acumulada que, fuera de mi casa, de los míos, de mi grupo, no albergo otros sentimientos que los anunciados por Martí. Me gustaría que fuera de otra manera. Pero nací donde nací. Y estoy sumamente orgulloso de los míos y de mis recuerdos.