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La doctrina de la verdad

El viernes de la semana próxima se estrena comercialmente «La cinta blanca» (Das weisse band, 2009), la obra maestra del realizador austriaco Michael Haneke. La película retrata la atmósfera opresiva en la que se educó la generación alemana que encumbró a Hitler. El autor de «Caché» (2005) hunde su fino bisturí en el corazón mismo del nazismo; una comunidad protestante de rígida disciplina y autoritarismo patriarcal, forjada por la sumisión ciega a la autoridad, que propugna la violencia contra los más débiles.

La cruda parábola sociopolítica de Haneke, empero, no se circunscribe a la Alemania del Tercer Reich. En absoluto. Tiene carácter universal y nos afecta a todos. Según el propio Haneke, el absolutismo no puede ser aplicado a un ideal. Porque, en tal caso, ese ideal se deshumaniza, se pervierte y nos conduce inexorablemente a la violencia. A la barbarie. Lamentablemente, en la mayoría de las sociedades contemporáneas -incluso en las más democráticas- se siguen incubando los huevos de la serpiente de Bergman.

Hubo un tiempo en el que la verdad fue patrimonio exclusivo de la Iglesia. Educación era sinónimo de adoctrinamiento. Los sectores más conservadores y el Opus Dei siguen manteniendo vivas todavía las brasas de la intolerancia religiosa. El catecismo de la Iglesia, en concreto, bendice su verdad: «Obedecer en la fe es someterse libremente a la palabra escuchada, porque su verdad está garantizada por Dios, la Verdad misma».

Aparentemente, los enemigos del crucifijo en las aulas han sustituido la verdad católica por una verdad más ilustrada. Fernando Savater, paladín de la ética, parece haber inspirado ese nuevo socialismo «normalizador»: «No hay educación si no hay verdad que transmitir, si todo es más o menos verdad, si cada cual tiene su verdad igualmente respetable y no se puede decidir racionalmente entre tanta diversidad».

El propósito de Haneke en su última película es mostrar cómo aquellos que erigen los principios de manera absoluta se convierten en verdaderos monstruos. Para evitarlo, deberíamos ser más humildes y enterrar definitivamente la doctrina de la verdad. Herbert Spencer decía que el objeto de la educación era formar seres aptos para gobernarse a sí mismos, y no para ser gobernados por los demás. En efecto, la educación no consiste en imponer dogmas religiosos o políticos, sino en incentivar el pensamiento de los jóvenes para que cada cual encuentre su verdad y sea libre.

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