Juan Mari Eskubi Arroyo | Bilbo
¿Iglesia vasca?
Últimamente se habla y escribe mucho sobre la «Iglesia vasca». Sin entrar en disquisiciones teológicas, parece como si el rebaño de Euskal Herria fuera pastoreado, al alimón, por dos iglesias católicas: la española y la vasca. Esta división es un grave error, pues aquí, como en el resto de las naciones que domina el Estado español, sólo ejerce el apostolado la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, con sede en el Estado Vaticano y controlado por Benedicto XVI, monarca absolutista donde los haya. La «Iglesia vasca» no existe como institución diferenciada de la Iglesia española, que envió a las hogueras y horcas de la Inquisición a miles de inocentes, y que participó, con ganas en la cruzada de 1936 y en la posterior dictadura fascista.
Es la Iglesia de Pío XII y de Gomá; de Cañizares, Rouco, Blázquez, del castrense Pérez y de Munilla, que mantiene vivo el nacionalcatolicismo, conformando un influyente poder fáctico, esencial para sostener, bajo terroríficas penas de fuego eterno, la unidad del Estado español.
Con la misma vehemencia que en 1936, esa Iglesia maniobra desde la Conferencia Episcopal contra la libertad de Euskal Herria, colocando en las diócesis vascas a obispos que defienden con pasión la «indisoluble unidad de la nación española», a la vez que alardean de «no intervenir en política». Una Iglesia que por su comportamiento histórico carece de legitimidad para dar lecciones de moral y generosidad.
Aun reconociendo la loable militancia de algunos sacerdotes y religiosos vascos en corrientes cristianas progresistas, es un hecho que la Iglesia vasca no es una institución distinta de la española, en la que se halla íntimamente integrada y de la que depende jurídica, jerárquica y económicamente. Lo que ocurre en las diócesis de Euskal Herria lo confirma.