Haití, un país en coma inducido
La historia de Haití es la historia del infortunio. El que comenzó el 5 de diciembre de 1492, cuando Cristóbal Colón pisó una de sus islas y decretó la llegada de la civilización. Por entonces contaba 300.000 habitantes, pertenecientes a las etnias arawak, caribes y taínos. Tres siglos después, esas 300.000 almas se habían convertido en esclavos y sólo 12.000 personas, blancos en su inmensa mayoría, eran ciudadanos libres. Con el paso del tiempo, la historia apenas ha mejorado. Entre 1957 y 1986, vivió la terrorífica dictadura de los Duvalier, debidamente respaldados por EEUU. Y desde el fin de ese negro capítulo, ha atravesado una etapa con una única constante: la inestabilidad, incluida una ocupación armada del país por parte de los Cascos Azules de la ONU. Hoy en día, Haití es el país más pobre de América, con una esperanza de vida de solamente 57 años y una población que en un 70% apenas sobrevive a la más profunda de las pobrezas.
Ése es el panorama en el que ha irrumpido el violento terremoto -de siete grados en la escala Richter- que se ha cobrado la vida de decenas, acaso centenares de miles de personas; que ha convertido las calles en inmensas escombreras que esconden bajo los cascotes un número de víctimas imposible de cuantificar; y que ha sumido al país en una terrible pesadilla de la que tardará mucho en despertarse.
Ante el horror de la escena, la comunidad internacional ha reaccionado anunciando envíos urgentes de ayuda humanitaria, generosas partidas económicas, víveres, medicinas... soporte vital para un país en coma. Auxilio incuestionable, ante lo extremo de la situación, pero que invita a una reflexión más profunda sobre la grotesca hipocresía de un mundo que ahora dice llorar, pero que no vacila en dejar morir de hambre y desangrarse en la miseria a países como Haití, y que empuja a millones de seres a subsistir en infraviviendas hacinadas en ciudades hormiguero. Las mismas que la tierra se ha tragado ahora con una facilidad, sobre todo, acusadora.