CRÍTICA teatro
Nos vamos yendo
Carlos GIL
La abuela Inés se va, lentamente, con una aspiración: que vuelva su hijo y su nieta y que su otra nieta no se vaya al norte. Hegoa es quien nos narra los últimos momentos, cuando a la abuela le están comiendo los «agujeros» que siente en su cuerpo y que le producen alucinaciones como ver siete caballos blancos y uno negro volando por encima de su caserío. El caballo negro defeca en la plaza del pueblo y la amama Inés encuentra en su boñiga un grano de maíz, que identifica con Dios. Alrededor de Inés unos personajes van tejiendo la memoria sentimental: el cura, el enterrador, el médico, unos políticos y sobre todo, Nikosia, la vecina, que es la que se convierte en su compañera final, una muestra de amor más allá del vínculo.
En un espacio escénico central, la cama del dolor, unas columnas con luces, macetas con flores y sobre ellos actuando una dramaturgia que en algunos pasajes apunta hacia lo majestuoso, la teatralidad sobresaliente, la música ejerciendo de catalizador, los movimientos de los actores propiciando un discurso estético coherente con su contenido, logrando una poética sobrecogedora. Estas situaciones se agotan en sí mismas, el trabajo actoral se vuelve más naturalista, conviven los lenguajes, como las lenguas, y la diglosia escénica aparece, gana el lenguaje dominante y se pierde la grandeza pese a las buenas actuaciones individuales. Falta afinar y dejarse llevar en la puesta en escena sin complejos.
Vista la obra en Madrid con traducción sobretitulada, detectamos en el público profesional la dificultad de una comprensión mayor de los matices que le dan entidad.