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Análisis

Un destino de eterna penitencia

Sin obviar la magnitud del seísmo -acrecentada por la ubicación de su epicentro-, la tragedia vuelve a confirmar el carácter clasista de las catástrofes naturales. Porque, lejos de lecturas fatalistas, el Haití actual es producto de una larga historia de 200 años de intervencionismo extranjero, en una especie de penitencia por su pecado, el de haber liderado la lucha contra la esclavitud y por su independencia.

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Dabid LAZKANOITURBURU

Anadie se le escapa que las previsiblemente dramáticas consecuencias de tamaño fenómeno natural se multiplican exponencialmente cuando se conjuga con la pobreza extrema, la miseria de las construcciones, el hacinamiento de los núcleos urbanos del llamado tercer mundo y la práctica ausencia de infraestructuras, incluidas las sanitarias.

Pero si el Caribe es una región proclive a catástrofes sísmicas o meteorológicas, la miseria está lejos de ser un fenómeno natural, por lo que los lamentos por la mala suerte que asola a Haití que se escuchan desde ayer más parecerían lágrimas de cocodrilo si no fuera porque en muchos casos provienen de un ejercicio de natural solidaridad humana ante la desgracia, aderezado, eso sí, con el desconocimiento de la oculta realidad haitiana.

Porque Haití no está condenado al fatalismo, a un destino marcado por una suerte de mal de ojo, a no ser que hagamos nuestros los ritos del vudú tan en boga entre su población negra de origen africano.

El Haití actual es producto de una larga historia de 200 años de golpes de Estado, el último promovido por EEUU y que acabó en 2004 con el confinamiento en África del ex sacerdote católico Jean Bertrand Aristide (en la imagen adjunta).

Al frente de un movimiento popular y socializante (Lavalas), Aristide llegó al poder en unas elecciones históricas en 1990 como paladín de la mayoría negra. Su objetivo, refundar el país tras casi dos siglos de gobiernos títeres liderados por la minoría mulata francófona y/o por dictaduras sucursalistas de EEUU como la de los Duvalier y sus escuadrones de la muerte (los temidos tonton macoutes). Poco duró Aristide, un año escaso, y en 1991 fue desalojado del poder por un golpe de Estado que llenó las cunetas de seguidores de su movimiento.

En 1994, Bill Clinton restauró a Aristide en el poder, pero tras cortarle las alas y obligarle a abandonar cualquier pretensión de instaurar la justicia social, además de forzarle a renunciar a volver a presentarse en las presidenciales de 1996. Sí volvió a presentarse en 2000 y ganó por amplia mayoría en unos comicios que fueron calificados por la oposición de fraudulentos. Con George W. Bush en el Despacho Oval, se acabaron las contemplaciones de las presidencias demócratas y comenzó un hostigamiento económico -el BM cortó el grifo de los créditos-, político y militar -a través de un grupo de paramilitares con conexiones con la CIA que acabó con el secuestro y la expulsión de Aristide, refugiado a día de hoy en Sudáfrica-. Y el Estado francés jugó un papel subalterno pero no menos importante en este último ataque a la voluntad democrática del país caribeño, el número 32 que se registra en su corta historia.

Desde entonces, Haití está ocupado por 9.000 cascos azules y policías en virtud de un mandato, el de la Minustah, que es automáticamente renovado por el Consejo de Seguridad de la ONU cada año, pero que no ha supuesto mejora alguna en las condiciones de vida, sociales y políticas del pueblo haitiano.

Un pueblo al que, 200 años después, no han perdonado que se levantara, en el contexto de la Revolución Francesa, contra la esclavitud -defendida con ahínco tanto por EEUU como por el Ejército de Napoleón Bonaparte- y se convirtiera, en 1804, en el primer país independizado de las garras de los imperios español y francés. Ése es su pecado. Y de ahí deriva su actual y eterna penitencia.

 
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