La pervivencia de los mitos radica en la constante revisión que, desde ópticas bien diferentes, se hace de ellos. Por las propias características de Sherlock Holmes -su compleja personalidad y lo apasionante que resultan los casos que Arthur Conan Doyle imaginó para él-, el inquilino del 221B de Baker Street ha sido objeto de diversos estudios cinematográficos tan interesantes como el que realizó Billy Wilder en su entonces muy denostada «La vida privada de Sherlock Holmes».

Siguiendo esta línea que jamás pretende desmitificar al protagonista, sino todo lo contrario, Guy Ritchie se ha inspirado en el cómic original de Lionel Wigram para poner en funcionamiento esta montaña rusa victoriana en la que Holmes se muestra como un consumado luchador, algo que ya figuraba en el perfil literario de Conan Doyle, y como un tipo desaliñado que disfruta con las malas compañías y en las peleas que se organizan en los bajos fondos. Más allá de estos llamativos elementos, el Holmes que encarna un magnífico Robert Downey Jr. respeta la infalible lógica deductiva del personaje y el cinismo que siempre se le ha intuido. Junto a Holmes nos reencontramos con su inseparable Watson, el cual nos redescubre su pasado militar y su intención de abandonar a su amigo debido a su inminente compromiso matrimonial.

La excelente química entre Downey Jr. y Jude Law acapara buena parte del interés de una trama un tanto rocambolesca cuyo interés decae progresivamente tras la espectacular escena inicial y la pelea que se desarrolla en los astilleros, en la que el autor de «RocknRolla» saca a relucir su buen pulso para las escenas de acción. Por el contrario, lo endeble que resulta la trama se convierte en el lastre principal de este espectáculo que apuesta descaradamente por la diversión y el entretenimiento envueltos en una magnífica puesta en escena que sirve para que retornemos a la escenografía de aquel Londres envuelto en brumas y misterio.