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Análisis | Tablero afgano

Una historia que se repite

El autor analiza la reciente cumbre de Londres sobre el futuro de Afganistán, destacando que tras los llamamientos a la reconciliación de Hamid Karzai se esconde un complicado escenario en el que las potencias occidentales se enfrentan a un complicado futuro.

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Txente REKONDO Gabinete vasco de Análisis Internacional (GAIN)

Durante los últimos ocho años se ha constatado el fracaso absoluto de la cumbre de Bonn, debido a incumplimiento de las promesas realizadas, pero existe un factor añadido para desconfiar de los resultados de la reciente Conferencia de Londres. Algunos observadores señalan que hace ocho años la coalición ocupante y sus aliados afganos creían estar a las puertas de una victoria total, sin embargo, a día de hoy, «se presentan agotados, seriamente dañados militar y políticamente y con pocas esperanzas de una solución militar a medio o corto plazo».

Detrás de la fotografía de rigor de cualquier cumbre conviene observar con detalle su escenificación. Así, tras los llamamientos a dialogar con la resistencia hay más detalles sobre las intenciones de sus protagonistas. Se habla de negociar con la resistencia, pero se añade la necesidad de hacerlo tan sólo con una parte, siguiendo el caduco manual de buscar divisiones «entre buenos y malos». Esta fórmula ya se intentó en el pasado y el resultado no fue nada satisfactorio para las fuerzas de ocupación o para sus aliados locales.

Además, se acuerda la necesidad de emplear importantes cantidades de dinero para «comprar la lealtad de los rebeldes». De nuevo se reproducen los errores del pasado, como cuando se destinan grandes sumas a atraer a determinados señores de la guerra o líderes tribales, quienes tras recibir el dinero no dudan en apoyar a la resistencia y en utilizar lo cobrado para atacar a sus «patrocinadores».

Los conferenciantes situaron el tercer eje de actuación en torno a una «aceleración en la preparación de las fuerzas de seguridad afganas». Otra receta del pasado, pues intentar levantar un país en base únicamente a la «efectividad» de sus fuerzas armadas puede dar lugar a una mayor militarización, y si la situación se acompaña de una resistencia cada vez más fuerte es fácil entender la escasa voluntad de la población afgana de convertirse en carne de cañón o el alto índice de deserciones.

Las inversiones en infraestructuras, la lucha contra la corrupción, la «reconciliación» impuesta, la presencia de tropas extranjeras, la seguridad... parecen ser flecos de menor importancia para los participantes en la cumbre de Londres y, como en el pasado, esos deberían ser los ejes centrales de cualquier solución, pues son los temas que más preocupan a los afganos.

El actual presidente afgano, Hamid Karzai, puede considerarse el gran triunfador de la cita londinense. Ha logrado volver a ser la única baza con la que parece contar la coalición ocupante, después de haber estado repudiado por Occidente antes de las elecciones presidenciales de agosto y tras una victoria marcada por el fraude y la manipulación. De ahí su postura «reconciliadora y protagonista». Sin embargo, esta apuesta también es una repetición de la historia, y un nuevo fracaso. La base del apoyo local a Karzai se basa en la corrupción, la compra de algunos señores de la guerra y, sobre todo, en una red de favoritismos que le permiten a seguir al frente del país.

Pero esa situación contrasta con el repudio de la mayoría de sus ciudadanos, quien ven en él el estereotipo del corrupto y de un régimen basado en la ocupación. Por eso, no es extraño comprobar cómo su poder apenas abarca las cuatro paredes del Palacio Presidencial de Kabul. Karzai es el presidente electo, pero para la población carece de legitimidad y su figura se asocia a un régimen colaboracionista con el invasor, lo que tampoco puede ayudar a variar esa percepción popular.

Los intereses de los actores internacionales también condicionan la situación afgana. El tablero de juego de las últimas décadas sigue limitando la capacidad afgana para construir su país sin injerencias externas. Por un lado, EEUU y sus aliados occidentales buscan una presencia permanente en la región, con vistas al conjunto del continente asiático y a sus importantes reservas energéticas. Los movimientos de fichas por parte de Washington condicionan en todo momento la situación en Afganistán, y obligan a otros actores internacionales a mover sus propias fichas.

Un ejemplo son Pakistán e India. Islamabad quiere mantener su influencia sobre Afganistán y teme que cualquier acercamiento de EEUU a Delhi debilite su posición, sobre todo habida cuenta de la enemistad entre ambos. En este sentido, los dirigentes indios estarían aprovechando sus buenas relaciones actuales con Washington y estarían ampliando su presencia en Afganistán a través de su apoyo a Karzai.

En este escenario aparece también Irán, que comparte una importante frontera con Afganistán y tiene influencia en el oeste del país y una gran preocupación por el narcotráfico. Pero, además, conviene recordar que la posición iraní ha favorecido hasta la fecha los intereses de EEUU, y parece que Teherán sigue apostando por su política de no actuar y «ver lo que pasa».

Rusia y China son otros dos actores clave. Temen que una victoria de la resistencia afgana pueda servir de modelo a uigures o a los pueblos norcaucásicos, pero saben que una victoria de EEUU le permitirá mantener sus bases de forma permanente en sus «patios traseros».

Además, hay que resaltar el papel de Arabia Saudí y Turquía. La petromonarquía sigue maniobrando para frenar cualquier protagonismo iraní, y no duda en mover sus peones para lograr protagonismo al hilo de los intereses de Washington. Por su parte, Turquía sigue la línea reciente de su política exterior que le ha llevado a ganar peso y protagonismo entre los estados musulmanes y participar como mediador en numerosas ocasiones.

La historia nos dice que Afganistán ya ha sido la tumba de importantes imperios. Los mongoles, los británicos, los soviéticos y ahora los estadounidenses pueden dar fe de ello. Ahora casi todos los protagonistas reconocen, o comienzan a hacerlo, que «la salida militar no funciona», que es necesario abrir los canales de una negociación, pero no deben olvidar que ésta debe darse sin exclusiones, de lo contrario nos encontraremos ante un proyecto que nace muerto desde el principio.

Hasta ahora, los intentos que se han dado para entablar negociaciones o conversaciones han sido desbaratados por actuaciones norteamericanas. Los primeros contactos saltaron por los aires cuando EEUU insistió en la derrota militar de la resistencia, lo que significó que sus líderes no tomasen en serio sus anuncios conciliadores. Lo mismo ocurrió a finales de 2009 tras el anuncio de Obama de enviar más tropas, que acabó con una tregua por la que las fuerzas resistentes no atacaban los edificios gubernamentales ni la capital. La ruptura trajo consigo el ataque coordinado en el corazón de Kabul, a escasos metros del Palacio Presidencial.

Los apologistas de la victoria militar en Afganistán deberían repasar los manuales de historia y comprender que la realidad afgana demuestra que ésta lleva camino de repetirse.

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