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Iñaki Egaña Historiador

Metamorfosis de lo mismo

Cuando el engranaje colonizador e impositivo no funciona, la culpa jamás es propia, sino del prójimo. En el horizonte se dibuja una gran conspiración que lo explica todo y logra crear esa teoría universal que los científicos no españoles llevan años buscando, la piedra filosofal. Al fin una fórmula, que también puede ser una frase, destripa lo indescifrable. La conspiración es la madre de los movimientos sísmicos, la solución más compleja a lo que, en general, tiene un sencillo y breve comentario.

Ya sé que las teorías conspirativas no se las creen sus animadores. Aunque lo parezca. Aznar y Bush ya sabían, de antemano, que no había armas de destrucción masiva bajo las palmeras de la antigua Mesopotamia. La conspiración está dibujada para que los espectadores de esta farsa que es la vida política cotidiana puedan memorizar los eslóganes, para que ese gran circo romano cubra los asientos del coliseo con actuaciones de altura, con carne de primera para esos leones hambrientos.

Hoy, después de movimientos diáfanos y claros, de esos que nos gustan por su franqueza, de pan al pan y vino al vino, los fatuos y perversos lanzan sus teorías de desconcierto e infección, siguiendo la máxima de que «intoxica que algo queda» o aquella otra de «una mentira mil veces repetida se convierte en verdad». Nada nuevo en este escenario. La conspiración es vasca, tiene un territorio y unos protagonistas, hombres y mujeres, algunos de ellos encarcelados porque Eguiguren dice que es lo que toca y ante el destino no hay rebelión posible, y un color, un único color purpúreo.

Los católicos echaron la culpa tanto de la evolución descubierta por Darwin como de la tendencia a la pedofilia de sus ministros al demonio. Los golpistas de 1936 a los revolucionarios que preparaban la toma del Pardo, los franquistas a la masonería y al separatismo. Los jueces de Burgos supieron que detrás de los jóvenes de Artekale estaban Moscú y Pekín. La oposición amaestrada intuyó la muerte de Carrero Blanco como un acto inducido por la CIA. Hasta José Antonio Rekondo, antiguo alcalde de Hernani, llegó a recibir la iluminación suprema y descubrió que Jon Idigoras era, en realidad, la piel que utilizaba un tal Enver Hoxha, máximo mandamás de Albania. Conspiraciones.

Las palabras tenían la virtud de alterar la realidad y por tanto eran demasiado peligrosas», contaba Paul Auster en «La noche del oráculo». Sucede a menudo. Los que utilizan la palabra en demasía la convierten en algo sin valor. «El lenguaje no mata, pero ayuda al crimen», decía hace unas semanas un grupo de intelectuales europeos a costa de las agresiones sostenidas de Israel en Gaza. «No es una guerra, sino una matanza», añadían. La mayoría, en cambio, actúa como si fuera una guerra, que es la percepción que distribuye en las agencias Israel, para justificar, posteriormente, su superioridad, la del pueblo elegido.

Con la palabra, desgraciadamente para quienes nos comunicamos a través de ella, crean la conspiración. La intoxicación. En estas últimas semanas hemos asistido, en ese ambiente institucional español para que nada cambie, para que todo siga como siempre, a la formulación del manual de la conspiración. De la A a la Z. Se agradece la claridad.

Manifestación a favor de los derechos de los presos vascos. Cubierta con una ficticia bolsa en Barajas que no contenía más pólvora que la de las letras de los diarios madrileños. Manifestación a favor de los trabajadores de Egunkaria. Ocultada con un ataque al cuartel de la Guardia Civil de Leitza. Ridículo internacional español con la gestión de la crisis del Alakrana. Se olvida en un santiamén con el encarcelamiento de 34 jóvenes independentistas vascos.

La última apelación a la conspiración es la relacionada con la conclusión de la reflexión de la izquierda abertzale sobre los métodos de lucha. La reflexión, nos dicen, es falsa porque la realidad la marca un comando detenido en Ondarroa, unos misiles que van y vienen, un movimiento de liberación dependiente del narcotráfico, una historia que se inicia con el asesinato de una niña inocente (Begoña Urroz), allá por 1960. Mentiras, sobre mentiras. Mentiras convertidas en verdades. La tierra es el centro del Universo y España el eje del mundo. Metamorfosis de lo mismo, que diría el poeta chileno Gonzalo Rojas.

Permítanme volver al pasado más cercano para intentar realizar una metáfora con la que avanzar en mi reflexión. Y el hecho que voy a relatar no tiene que ver nada con los vascos, ni con su territorio. Que luego nos dicen que somos trogloditas porque no viajamos y porque tampoco leemos.

El 29 de abril de 1945, una avanzadilla del Ejército norteamericano llegaba hasta las puertas de Dachau, uno de los campos de exterminio más abominables, si es que hay categorías en esto de la infamia. Dachau, al norte de Munich, había sido el primero de una tétrica lista, inaugurado por Himmler en 1933 y usado como centro de exterminio desde 1941. Cuando la llegada de las tropas norteamericanas, el campo era guardado por un batallón de las Waffen SS que se rindió a los de las barras y estrellas.

Lo que ocurrió a continuación es conocido por quienes han seguido con curiosidad la historia del siglo XX, en especial la relacionada con la locura política de Hitler. Los soldados del Séptimo Ejército de los EEUU mataron a sangre fría a unos 500 alemanes de las SS. Algunos de los supervivientes de Dachau remataron a los moribundos a palazos y a golpes. Parte de esa infrahistoria «políticamente incorrecta».

Me llama la atención que, tal y como lo cuentan numerosos testigos, periodistas de todas las nacionalidades se agolpaban en las puertas de Dachau, convocados por la oficina de prensa del Ejército norteamericano, para recibir las primeras noticias del Holocausto, de lo que era un secreto a voces y aún nadie lo había certificado. Y los periodistas fueron espectadores privilegiados de la matanza. Espectadores activos, no pasivos como se suele escribir. A cada tiro, a cada ejecución sumarial, aplaudían a rabiar. Los SS se lo habían merecido. Muchos de los lectores de este artículo pensarán que quizás tuvieran razón. Y probablemente sea así. Pero yo no me atrevo a calificarlo. Aplausos sin titulares.

Ese plomizo día de abril de 1945 se mezclaron en Dachau la expresión máxima de la violencia concentrada en el espacio y en el tiempo (el exterminio nazi) y la venganza de quien ha desparramado durante 200 años por el plantea odio y terror y que había visto su hegemonía contestada. Violencias ambas con mayúsculas. La sociedad exhausta europea aplaudió, por medio de sus periodistas, a los vengadores, jóvenes de remplazo de un Ejército con decenas de invasiones y agresiones a sus espaldas en ese mismo siglo XX, desde la de Panamá en 1903, hasta las últimas en Afganistán e Irak.

Hoy todo el mundo aplaude, como si fuera un ejercicio más, obviando lo que se esconde detrás. En uno o en otro sentido, el aplauso se ha convertido en la expresión más estilizada de la política como espectáculo, a pesar de que ello signifique destrucción. Se me revuelve la conciencia al recordar los ánimos a aquellos asesinos de masas que salían de Torrejón hacia Basora, de Norfolk a Kerbala, con la prensa volcada en las agresiones, con los cientos de miles de muertos convertidos únicamente en una cifra confusa, indeterminada.

Y, en el origen, banqueros con las barrigas llenas de gases, políticos con una cara más grande que la muralla china, rectores con el ego inflado de alabanzas adineradas, militares con cartucheras doradas, directores de medios de comunicación. Todos ellos son los que se acogen a la teoría de la conspiración, los que la fomentan. Y, luego, una pléyade de lacayos la aplauden hasta la extenuación. Estamos rodeados de siervos. Si el compañero, como dice Esperanza Aguirre, es un «hijo puta», ¿qué será el oponente? Un desaparecido en potencia.

Quizás el ejemplo de Dachau haya entrado con calzador. No se me ha ocurrido otro mejor. Pero la idea del terremoto de Haití que prevalece es la de la mala suerte en un país ya deteriorado. La invasión y el millón de muertos en Irak tiene su origen en las torres gemelas. No hay lógica capitalista, no existe una guerra por las fuentes del petróleo, no existen demócratas vascos si no son españoles. Siempre habrá un aplauso colectivo al poder. Los que escriben la historia para ese poder ya se encargarán, después, de maquillar a la mona.

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