Joxean Agirre Agirre Sociólogo
Rematar con el olvido
El autor analiza la aplicación, siempre perversa y a menudo grotesca, que el Estado español hace de la máxima que él denomina «difunde una patraña que algo queda». La antología de manipulaciones e intoxicaciones que ofrece Agirre en este artículo muestra una mentalidad enfermiza que desarrolla una estrategia burda. Frente a ello, reivindica un ejercicio colectivo de memoria y conciencia, uno de los mecanismos más efectivos y del que el pueblo vasco siempre ha echado mano para combatir el olvido al que quieren condenarlo.
Esta semana se ha celebrado en el Ayuntamiento de Lasarte una de las liturgias civiles en torno a las víctimas del conflicto que más me ha impactado de todas las que recuerdo. La falacia de atribuir a ETA la muerte de la niña Begoña Urroz en el año 1960 es tan inmensa, que el trabajo de cocina que adelantó el diario «El País» en su edición del último día del pasado enero, apenas tuvo continuación el día del homenaje en el consistorio lasartearra. A pesar de que era tentador reescribir la historia de la organización armada vasca con un infanticidio como primera reseña, intuyo que nadie quitará a Melitón Manzanas el dudoso honor de encabezar la lista de atentados mortales deliberados realizados por ETA. Incluso entre los periodistas e historiadores de la corte madrileña existe un cierto recelo corporativo ante mentiras de dimensiones tan colosales como ésta. Además, tras la magnífica investigación de Iñaki Egaña al respecto y divulgada desde estas mismas páginas («Cómo se construye una mentira», GARA 2010-2-12), insistir en el empeño es poco menos que apostar por el Santo Oficio frente a la tesis copernicana de Galileo.
No obstante, la enésima muestra del «difunde una patraña que algo queda», no es un capricho concebido con la idea de vender periódicos. Forma parte de uno de los pilares más solventes de la lucha ideológica del Estado, y engarza con oficio dos de sus bóvedas principales: las víctimas y la manipulación histórica. Los estados nos aplastan con una metodología precisa, recursos ilimitados y mecanismos poliédricos. Llevan tanto tiempo haciéndolo, que sólo percibimos la bota en la cabeza cuando, efectivamente, nos la están pisando. Pero a diario avanzan sus posiciones en el tablero de la lucha ideológica, sin que pongamos pie en pared para contraatacar. Para muestra un botón, la sentencia que esta semana apreció «terrorismo» en la muerte de un capitán por un soldado que temía a ETA. Aunque el meollo de la cuestión se parezca más al título de una novela de Stieg Larsson («Millenium») que a una resolución judicial, el fundamento último de la resolución del Tribunal Supremo es puro espiritismo: la mujer de un capitán fallecido en El Ferrol después de que un cabo le disparara, afirma que el autor de los disparos -natural de Basauri, y aquí está la clave- reconoció que actuó «por miedo a ETA», ya que recibió una nota firmada por esta organización en la que se le pedía colaboración para atentar contra el comandante de la base en que prestaba servicio. Conclusión: inducción sobrevenida, hipnosis terrorista, el «Cabo del Miedo» sin la genial dirección de Martin Scorsese.
La interminable capacidad para abarcar con memoria de elefante todos los retazos, flecos, recortes y polvo levantado en el largo camino emprendido en 1959 contra el nuevo paradigma del independentismo vasco, es directamente proporcional al esfuerzo que los estados realizan por ahondar en el olvido de su responsabilidad. No sólo llevan más de medio siglo matando, torturando y encarcelando; lo hacen con aire indignado, achacando a quienes reprimen tanto el pecado original como la culpa de su «descorazonador destino». ¿Cuántos ministros hemos conocido que trasladan a la juventud vasca la idea de que tienen la cárcel por fatal destino?
Y por si esto fuera poco, hacen invisible el sufrimiento que ellos generan. Ignoran a las decenas de miles de personas que, a diferentes niveles, han padecido las consecuencias del conflicto en la trinchera de la izquierda independentista. Escupen sobre nuestra conmoción cuando enterramos a nuestros muertos, se ríen de las personas torturadas e incluso contabilizan como «víctimas de ETA» a personas que perdieron la vida a manos de mercenarios pagados con los fondos públicos, o directamente por la acción policial.
Eduardo Moreno, Popo Larre, Joxe Migel Etxeberria y Jon Anza, son terroristas desaparecidos en «ajustes de cuentas internos». Jon Paredes y Angel Otaegi han pasado de ser luchadores por la libertad a «etarras ajusticiados por el régimen anterior». Tomás Alba, Santi Brouard y Josu Muguruza han saltado de la categoría de cargos públicos asesinados, a la de «batasuno pro-etarra» muerto en atentado. La causa de la muerte de Joxe Arregi vuelve a ser, en las webs oficiales, la neumonía. Unai Romano se autolesionó, como Igor Portu y Mattin Sarasola. El número de militantes de ETA suicidado es, incomprensiblemente, veinte veces mayor que el de los pacientes con trastorno depresivo que han acabado con su vida en el hospital psiquiátrico de Zamudio. Emilia Larrea murió bajo fuego terrorista, aunque la bala que le atravesó la cabeza se correspondiese con la munición empleada por la Guardia Civil. Taponan con silicona nuestros poros y lacrimales.
Y no sé qué es peor, que más de un centenar de personas muertas como consecuencia de la violencia institucional esté fuera de todas las bases de datos oficiales manejadas hasta el momento, o que Arantza Quiroga, presidenta del Parlamento de Gasteiz, condene la muerte de Brouard «por contravenir la voluntad de las urnas». Los inductores, impulsores y valedores políticos de cinco décadas de terror se permiten el lujo de encalar los huesos de Santi con un gesto institucional. Recibir un beso de Giulio Andreotti sería algo parecido; un gesto mafioso. Recuerdan lo que les place y conviene, olvidan el resto.
Por lo general, la historia de los vascos la han escrito nuestros conquistadores. Cronistas castellanos contaron la violenta ocupación del Estado navarro. La anexión de los territorios de Ipar Euskal Herria fue narrada por historiadores franceses. Españoles fueron los que se mofaron de las sublevaciones vascas durante el siglo XIX; los que atribuyeron el bombardeo de Gernika a los «rojos» y quisieron dejar para siempre bajo tierra a los miles de fusilados en Nafarroa. La única verdad que hemos conocido durante siglos ha sido la de los otros. Por suerte, la memoria hacía que, siempre, una nueva generación de vascos recordase la entrega y el sufrimiento de sus predecesores. El testigo de la lucha pasaba de mano en mano, sin necesidad de escribanos, y con él reverdecía la defensa de la tierra, de la lengua, de la propia libertad.
En una coyuntura tan crucial para nuestro futuro como la presente, en la que los nuevos pasos son consecuencia de nuestra voluntad y de la de nuestro pueblo, sin depender de la voluntad de nadie más, me parece fundamental recuperar nuestra noción de pueblo a partir de un ejercicio colectivo de memoria y conciencia. Para ese ejercicio la «Fundación Euskal Memoria» es la palanca de una buena idea. Tan buena como sencilla. Únicamente trata de arrebatar el lápiz de la mano a los cronistas del imperio, a los blanqueadores de tumbas, a los pacificadores con tricornio. Nuestro presente es la memoria, o dicho a nuestro estilo, seremos porque somos y fuimos, y porque en ese medio siglo y en los anteriores, hicimos -como ahora- lo que teníamos que hacer. La construcción de la memoria colectiva no es una tarea reservada a los eruditos. Es auzolan, trabajo comunitario, un reto más en la construcción nacional. Por eso os invito a empujar la piedra de la memoria, para que no la recubra el musgo y no nos rematen con el olvido.