Antonio Alvarez-Solís periodista
La piedra y el escorpión
Cuando el sol aprieta, los escorpiones salen de debajo de sus piedras con el aguijón bien dispuesto. Esta realidad biológica se convierte en la pluma del autor en ajustado símil para describir la conducta de los grandes empresarios españoles, agazapados mientras la economía engorda convenientemente sus bolsillos, pero que cuando la crisis aprieta no tardan en desplegar violentas estrategias destinadas a hacer valer, contra la clase trabajadora y hasta sus últimas consecuencias, las principales armas del capitalismo.
En una larga visita a los campamentos de la República Democrática Saharaui me hicieron una advertencia, quizá hiperbolizada, que jamás olvidé: «Líbrese de la curiosidad de levantar una piedra en el desierto porque debajo de cada una de ellas puede haber un escorpión». El aviso no sólo me sirvió en aquel viaje tan didáctico, sino que me ha resultado muy provechoso en mi larga peregrinación por las naciones occidentales, cuyos estados afirman poseer la clave de la auténtica democracia.
Confirmé en esos viajes que debajo de cada piedra de tales estados hay efectivamente un escorpión que cuando aprieta con rigor el sol sale agresivamente a la luz. Hace poco el presidente de la comisión de economía de la Confederación Española de Organizaciones Empresariales, José Luis Feito, renunció al amparo de su piedra para acometer con su veneno: «Cuanto más caigan los salarios por persona y hora trabajada -dijo con energía- mayores serán las posibilidades de aumentar el empleo e impulsar la actividad productiva», que ganaría así en competitividad respecto a otros miembros de la Comunidad Europea.
Como era de esperar, la picadura hirió el pie desnudo de la UGT, tan sumisa a la CEOE, que se apresuró a decir por boca de su secretario de Acción Sindical, Sr. Ferrer, que este planteamiento de la patronal empieza a ser obsceno. Dijo exactamente «empieza», a lo que añadió a continuación, quizá para evitar enfrentamientos, una explicación benevolente de la frase del dirigente de la patronal: «El Sr. Feito tiene una visión pasiva -o sea, nada maliciosa, aunque contradictoriamente obscena- de cómo mejorar la competitividad de las empresas, pues al no poder devaluarse la moneda lo que propone es una `devaluación salarial'». Sí, señor, eso es, técnicamente hablando. ¿Pero usted, Sr. Ferrer, no se había dado cuenta hasta ahora de esa obscenidad?
Hace años, cuando se inició la deslocalización de las empresas españolas, me atreví a afirmar que lo que buscaban finalmente los empresarios no eran trabajadores baratos en Marruecos, sino iniciar el proceso de marroquinización de los trabajadores españoles. Usted, Sr. Ferrer, lo que no ha percibido es que el camino exigido por el Sr. Feito constituye la sustancia perpetua del mundo capitalista, sobre todo en sus formas más extendidas y rudas, como son las que practican el capitalismo español o los inversores que vienen a España para aprovechar la constante debilidad salarial que caracteriza a los trabajadores españoles. Los Gobiernos de Madrid venden siempre trabajo barato y ofrecen la piel desnuda de su obrería a todo escorpión que salga a tiempo de su piedra. Es política ya muy antigua. Más ampliamente: los grandes empresarios españoles suelen proceder por su parte con tal explotación en las naciones a que llegan enarbolando bandera de asalto. Así al menos lo revela la nueva advertencia que se ha hecho desde observatorios internacionales que denuncian una vez más el comportamiento colonialista de las grandes entidades financieras y empresariales españolas en Latinoamérica, que siguen explotando al indio.
Todo este escenario pone de relieve una vez más y por añadidura la calidad absolutamente obscena de la democracia que vivimos. Esa democracia cuyas cabezas rectoras, seguidas por una multitud de necios convencidos de la inevitabilidad de la sumisión, la ofrecen como cauce de libertad frente a la maldad dictatorial de Cuba, Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua y otras repúblicas que buscan a trancas y barrancas, trabadas por la multiforme y constante agresión de que son objeto, la digna libertad que se atribuye a los resobados derechos humanos. Porque no hay forma alguna de recrecer tales derechos, a espaldas de los dominadores, que no sea tildada de dictadura indecente.
En los años 70 del siglo pasado se abrió un amplio debate sobre lo que significaba una dictadura, con el triste resultado de que grandes partidos comunistas, como el francés, malvendieron la renuncia a ese término, empleado hasta entonces por ellos como «dictadura del proletariado» o simplemente marco inicial para una nueva democracia, para dejar el término «democracia» en posesión única de los estados capitalistas. Desde entonces la ecuación quedó establecida en los siguientes términos: democracia=democracia burguesa. Fue en ese momento cuando un agudo observador de la biología política, Gabriel Albiac, diseñó el siguiente y preciso argumento sobre las democracias occidentales: «Todas las formas políticas, desde el fascismo hasta la democracia parlamentaria, tienen teóricamente cabida en ellas. Podéis jugar, por ejemplo, dentro de los márgenes de la democracia más desarrollada..., pero no ataquéis el mecanismo fundamental de la lucha de clases de la burguesía; no se os ocurra obstaculizar en nada el buen funcionamiento del régimen salarial en el régimen de la propiedad privada de los medios de producción y de explotación de la fuerza de trabajo. Si lo hacéis habréis violado las reglas del juego y el aparato represivo del Estado caerá sobre vuestras cabezas haciéndose sentir todo el poder de la dictadura de la burguesía».
Digo lo anterior porque clarifica, al menos eso me parece, todo ese inmenso enredo de apoyar el remedio de la situación catastrófica presente en la decretada contención salarial y el despido de trabajadores, como si el modelo socio-económico imperante no tuviera nada que ver con la debacle que padecemos. Un brillante economista norteamericano -perteneciente a ese progresismo izquierdizante que hace ballet sobre una plataforma de huevos-, el Sr. Jeffrey Sachs, denuncia la arrogancia financiera que ha producido la recesión, pero aún así da por válidas las herramientas con que trabaja el modelo dominante, y reclama una dura intervención frente a ese conjunto de audaces ciudadanos que siguen, sin recato alguno, jugando a la ruleta con el dinero que ha aportado la ciudadanía -forzada por los estados y sus largos tentáculos internacionales- para salvarles de la quiebra. Pero es que hay algo mucho más grave que la estafa evidente y es la invitación que se hace desde el poder y las principales publicaciones para que los despojados miren como héroes a quienes les han despojado. En esta tarea de invitar a la admiración del crimen la revista «Forbes» ha publicado su actual clasificación de los nombres más ricos del mundo, que en el pasado ejercicio encabezó un extraño empresario mejicano, Carlos Slim -gran amigo, al parecer, de Felipe González, otro dato para la meditación política-, con una fortuna de 39.000 millones de euros, que le hace prácticamente dueño de la red de comunicaciones del país desangrado por la mafia del narcotráfico en connivencia con esferas del poder político y policial.
El Sr. Slim ha sobrepasado al Sr. Gates, otro gigante en similar terreno al del plutócrata mejicano. La lista dibuja la frontera entre la menguada minoría que hace en carroza el camino de la democracia instituida y esa inacabable masa de habitantes del planeta que constituyen el ejército humano cuyo trabajo ya no es necesario. Pero ante este panorama, uno pregunta quién podrá adquirir los bienes producidos por la robotización cuando haya sustituido a los animales de sangre caliente. Cuestión que recuerda al Marx que decía: la tensión entre la creación y la destrucción, causadas ambas por el desarrollo capitalista de las fuerzas productivas-destructivas, así como la tensión entre las ideologías correspondientes, no puede resolverse más que con el socialismo. ¿No lo cree, Sr. González?