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Eszenak

La distancia del peligro

Josu MONTERO | Escritor y crítico

El vínculo que el teatro busca establecer entre los actores y el público no es por supuesto meramente visual, a pesar de que el tamaño y el diseño de la mayoría de las salas lo limiten a eso. «Frente al despliegue de medios y frente a los grandes espacios, buscamos el acercamiento y el ambiente íntimo donde el público y los actores tengan la suerte de encontrarse emocionalmente y para eso la distancia entre ambos no debe ser excesiva. El público debe poder leer en los ojos de los actores y hasta escuchar cómo respiran». Son palabras de Juan Pastor, director escénico y factotum de la sala madrileña Guindalera Escena Abierta, donde hoy se estrena «La última cena», de Ignacio Amestoy (Bilbo, 1947), reconocido dramaturgo además de pedagogo y de bregado gestor, y autor de hitos del teatro vasco con las compañías Geroa o Teatro Gasteiz como «Ederra», «Doña Elvira, imagínate Euskadi», «Durango, un sueño 1439», «Gernika, un grito 1937» o «Pasionaria. ¡No pasarán!». En «La última cena» asistimos al difícil reencuentro de un padre y un hijo; intelectual que ha padecido el descalabro de las viejas utopías el primero, y activista cuyos ideales le llevaron a empuñar las armas el segundo.

«Las butacas deben acabar en el lugar donde cae la piedra que lanza el actor, porque hay una frontera en la que la presencia humana pierde fuerza. Mejor no perder nunca la distancia del peligro». Lo dice Krystian Lupa, el director polaco que se ha convertido poco a poco en una de las figuras centrales del teatro europeo. Lupa estrenó anteayer en la madrileña sala La Abadía su primer Beckett: «Fin de partida», espectáculo coproducido por seis teatros, entre ellos el Arriaga. José Luis Gómez encabeza el reparto de esta pieza en la que Beckett reclamaba a los actores: «Debemos arrancar tantas carcajadas como sea posible con esta cosa atroz». Atroz en efecto es la historia de Hamm, Clov y los padres del primero. Reflexiona Lupa al respecto: «Hamm es un rebelde que ha llegado al mal y después no sabe cómo desprenderse de él. Algo que a menudo nos ocurre: nos convertimos en recipientes del mal y los caminos al bien nos parecen hipócritas y repugnantes». El polaco es un director sin falsos perifollos, al que le gusta ir hasta el fondo.

De Madrid nos llegamos hasta Barcelona, en concreto a la sala Espai Lliure, donde ayer se estrenó un montaje curioso y modélico: «Dictadura-Transició-Democracia». Lluisa Cunillé y Xavier Albertí son del 62, Roger Bernat del 68, Jordi Casanovas del 78 y Nao Albet y Marcel Borrás del 89; ellos son los dramaturgos y directores encargados de lanzar una mirada reflexiva a la memoria reciente. Cada equipo se encarga de una pieza de unos veinte minutos situada en el año en que nacieron, y cada uno trabaja con un par de actores de su misma generación. Los más jóvenes tienen 20 años, los mayores cerca de 50; treinta años claves -de los 60 a los 90- que conviene revisitar, porque de aquellos polvos estos lodos.

Y de Barna a Bilbo para felicitarnos por el estreno esta pasada semana de una obra del periodista y dramaturgo David Barbero, un autor muy poco representado; por ello el estreno en Arteria Teatro Campos de ese vodevil político musical -género en el que Barbero se siente cómodo- que es «Vuelve, Bigotito, vuelve» supone un acto de justicia teatral que esperemos no se quede ahí y alcance a las obras más serias del dramaturgo.

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