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Howard Hughes: el magnate de la aviación que se transformó en enigma

Con su última novela, James Ellroy culmina su «trilogía americana». Iniciada con «América» y prolongada con «Seis de los grandes», «Sangre vagabunda» nos sumerge en la trastienda político-social de una Norteamérica convertida en teatro de guiñol negro, y entre sus bambalinas tropezamos con el magnate Howard Hughes.

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Koldo LANDALUZE

A la edad de setenta años su fortuna superaba los dos mil millones de dólares. Su pasión por la aviación y su buen ojo para las finanzas le llevaron a comprar la TWA. Se codeó con las grandes estrellas del Hollywood dorado y, con el paso de los años, su propia leyenda lo transformó en uno de los grandes enigmas del siglo pasado. Cuentan que el misterio de Howard Hughes, el que inspiró todo tipo de comentarios escritos y hablados que lo relacionaban con su extraña `invisibilidad', se fraguó en una estación de tren solitaria.

En mitad del desierto de Utah y mientras se asomaba la noche, varios hombres recorrían con evidente nerviosismo el andén de la estación de Ogden. Aguardaban la llegada de un tren de la Union Pacific proveniente de la Costa Este. Puntual, el convoy se detuvo en esta olvidada estación. Los dos últimos vagones de lujo mantenían sus cortinillas bajadas. Del tren descendió un pequeño séquito de secretarios enlutados y un pequeño ejército de guardaespaldas armados con ametralladoras. Un mormón con aspecto de funcionario frunció el ceño en cuanto le fue comunicado que el convoy debía permanecer detenido por espacio de una hora y media en Ogden. El mormón meditó en silencio cada una de las palabras que debía comunicar al inquilino de los dos últimos vagones. En cuanto el secretario regresó de entre la penumbra, comunicó al resto la orden que le fue dictada por el señor Hughes: «Debemos ponernos en marcha de inmediato». Le advirtieron que necesitaban otra máquina para reanudar el viaje y él respondió con un talón de 17.000 dólares.

Se reanudó un viaje que culminaría a pocos kilómetros de distancia de Las Vegas, en mitad del desierto y entre aullidos de coyotes. En este lugar, que no figuraba en mapa alguno, aguardaron varios vehículos. Rodeada de guardaespaldas se asomó del tren una camilla que rápidamente desapareció en el interior de un automóvil negro. La comitiva se aprestó a cumplir la última etapa dictada por el enigmático Hughes.

Una multitud de curiosos y periodistas aguardaba ante las puertas del flamante Desert Inn de Las Vegas. Sabían que la planta novena del hotel fue alquilada por alguien cuyo nombre no había sido revelado, pero que todo el mundo identificó como Howard Hughes que, días atrás, acababa de ser sometido a una operación quirúrgica en Boston. Una nube de flashes atrapó el instante en que hizo acto de presencia alguien que yacía tendido sobre una camilla y cuyo rostro se ocultaba bajo un velo. Mientras la muchedumbre rodeaba el ascensor al que pretendía acceder la camilla, un individuo al que nadie prestó atención, entró en el vestíbulo del Desert Inn, tomó otro ascensor solitario y pulsó el botón nº 9. Mientras Hughes ascendía a su reino de misterio, en el vestíbulo, los flashes se mantuvieron entretenidos con un maniquí con el rostro tapado.

Tourette

A partir de esta escena, el magnate se convirtió en el codiciado hombre invisible. Se ofrecían grandes sumas de dinero por una sola instantánea de este personaje que únicamente se dejaba ver ante sus contados hombres de confianza: una guardia pretoriana compuesta por mormones a los que tenía en alta estima porque no bebían, ni fumaban y tenían un grupo sanguíneo que, alimentado por la mística religiosa, le venía muy bien para las constantes transfusiones de sangre a las que se sometía. Carcomido por sus obsesiones, enfermedades y el síndrome de Tourette -un trastorno neurológico entre cuyos síntomas se incluyen todo tipo de tics nerviosos como muecas faciales, el olfateo o manoseo de objetos, saltar, brincar, agacharse o retorcer o doblar el cuerpo-, Hughes declaró la novena planta del Desert Inn como `Zona Prohibida'. Sólo un ascensor controlado tenía acceso directo a este piso.

Obsesionado con su seguridad y consigo mismo, compró el hotel y varios más. Con posterioridad se trasladó al lujoso Hotel Xanadu Princess en Las Bahamas. Por entonces, el otrora playboy de Hollywood lucía una larga cabellera y barba blanca, su rostro pálido y decrépito -sumado a su adicción a las transfusiones de sangre- lo asemejaban a un vampiro y sus delgados dedos culminaban en unas largas uñas. Para completar el conjunto, calzaba sus pies con cajas de clínex. En 1978, en un trayecto aéreo entre Acapulco y Houston, Howard Hughes falleció en uno de sus aviones privados. Un epílogo acorde con las dos constantes que cimentaron su personalidad, la aeronáutica y la soledad.

 

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