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Floren Aoiz www.elomendia.com

Con la emoción apretando por dentro

Abrazos, besos, risas, las lágrimas se niegan a esperar un segundo más. Es un momento mágico. Quien ha salido alguna vez de una cárcel lo sabe. Quien ha esperado en la puerta a un ser querido también. Lo siento, soy incapaz de explicárselo a los demás

Era jueves, 15 de abril. Un lugar de Aragón de cuyo nombre no quiero acordarme. Queda atrás la autovía y, tras una curva, aparece por fin el complejo de la cárcel, con sus alambradas y una gran torre. Diríase que se trata de un inmenso castillo con su gigantesca torre del homenaje. No lo es, ni tampoco un molino contra el que cargar espada en mano. Además, sólo hemos venido armados de paciencia, porque aunque se pague a precio de oro, los españoles racanean con la libertad, discutiendo cada minuto.

Mientras algunos amigos han sido arrancados de sus vidas por guardias civiles armados y encapuchados, otros van a recobrar la libertad tras dos años y medio. Ahora toca esperar y enfrentarse a ese extraña sensación que provoca en quien ha estado encarcelado acercarse a una prisión.

Uno sabe que hay otras familias, otros amigos, preguntándose por qué han llevado a sus seres queridos a urgencias. Personas que no saben qué trato están recibiendo sus allegados. Gente que se llena de interrogantes y cuya vida se ha convertido en un infierno. Los arrestados ya han sido señalados con el dedo infamente por la maquinaria propagandística, la misma que pregonó a los cuatro vientos que «Egunkaria» era un instrumento de ETA y sus directivos militantes de esta organización armada. Era necesario dar un golpe a la autoestima de la parte despierta de la sociedad vasca y no han tardado mucho.

Unos vienen y otros van. El reloj se mueve como si tuviera que desplazar millones de toneladas. Pero la salida al aparcamiento de varios guardias civiles ofrece una pista. Bueno, siendo sincero, lo que ahora que sabemos qué ocurrió después identificamos como pista. Vienen, nos lo dicen ellos mismos más tarde, para que no lancemos cohetes. No es que teman que traigamos algún lanzacohetes de última generación y arrasemos la cárcel, no. Es mucho más sencillo: no pueden soportar que exterioricemos nuestra alegría.

Tonta empresa donde las haya, la suya. Ya tenemos la alegría metida en el cuerpo y su actitud nos importa un rábano. Por fin comienzan los gritos de emoción y dos personas recuperan su libertad, aunque sea sometida a todo tipo de condiciones. Una versión agravada de la ciudadanía vasca, que pese a no existir oficialmente, implica, de hecho, una libertad condicional y muy pero que muy vigilada.

Abrazos, besos, risas, las lágrimas se niegan a esperar un segundo más. Es un momento mágico. Quien ha salido alguna vez de una cárcel lo sabe. Quien ha esperado en la puerta a un ser querido también. Lo siento, soy incapaz de explicárselo a los demás.

No han tenido prisa en dejarlos marchar, pero ahora, de repente, es muy importante que nos vayamos cuanto antes. No hay problema, preferiríamos no volver nunca, preferiríamos que ningún vasco ni ninguna vasca tuviera jamás que pisar ese y otros tantos lugares.

Volvemos a Euskal Herria. El cartel rojo que indica que hemos llegado a Nafarroa hace que respiremos diferente durante unos segundos. Estamos en casa. Mucha gente no ha podido volver todavía. Otros hacen el viaje en sentido contrario. Es una tragedia continua. Se llama Euskal Herria.

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