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Joxean Agirre Agirre Sociólogo

España: estado de desecho

El título elegido por Joxean Agirre es la conclusión a la que sin esfuerzo alguno se llega tras el repaso de tres acontecimientos recientes, a saber, la detención por la Guardia Civil de diez personas en Bizkaia y Gipuzkoa, la sentencia absolutoria de los directivos de «Euskaldunon Egunkaria» y el proceso contra el juez de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón.

Sin ánimo de ser escatológico, y que me perdone quien esté desayunando, esto es una mierda. Cualquier parecido con el principio de legalidad establecido sobre la separación de poderes originado en la Revolución francesa es mera casualidad, si reparamos en el espectáculo ofrecido esta semana por Grande-Marlaska, la Guardia Civil y Pérez Rubalcaba, «Alfredo el Químico» para quienes conocen su afición por interferir en la política vasca con aviesas intenciones.

Esta vez se han llevado por delante a diez personas, tres de ellas trabajadoras del Derecho en la difícil tarea de defender a los presos políticos vascos en la rueda dentada de la Audiencia Nacional, la Corte Superior de París y las cárceles de ambos estados. Y cuando todavía los GAR no habían depositado sus últimos «trofeos» frente al interrogador de turno, las agencias de prensa, los tertulianos y el ministro del Interior levantan por su cuenta el secreto del sumario para atribuir las siete plagas de Egipto a algunas de las personas detenidas, en especial a los abogados. En realidad, han aplicado la Ley Antiterrorista a cuatro profesionales del Derecho, a un profesor de Bellas Artes en la UPV-EHU, a un ingeniero, a la profesora de una ikastola, a un representante sectorial del sindicato LAB, a un vecino de Usurbil que denunció gravísimas torturas en el año 1994 y estaba convaleciente de una grave enfermedad, y a un vecino del barrio donostiarra de Egia cuyo reconocimiento social es tan grande como sus méritos y su entrega a decenas de causas justas. Ni el más inepto de los generales estadounidenses destinados en Irak exhibiría estos arrestos como prueba de su eficacia contra la insurgencia.

La Audiencia Nacional y la narcotización de cualquier vestigio de espíritu crítico en la sociedad española, hacen posible hacer pasar como «operación antiterrorista de máxima prioridad» lo que no es más que un burdo ataque contra la solidaridad con los represaliados y un nuevo intento por sacar de carril a la izquierda abertzale. A los pocos días de que una sentencia declarase inocentes a los imputados por el caso «Egunkaria» y decretase la improcedencia de su cierre, el juez instructor del despacho contiguo inicia una nueva escalada del disparate sobre parecidas premisas: el juez y la Guardia Civil invierten el proceso inductivo. Se determinan las conclusiones para, a posteriori, armar una estructura de indicios que conduzca hacia ellas, rechazando todo aquello que no las refuerce. Los trabajadores de la empresa, su millar y medio largo de accionistas han sido cascotes arrastrados por una riada que se ha prolongado durante más de siete años, y nada indica que la sentencia los vaya a rescatar o rehabilitar. El proyecto periodístico y empresarial ya es historia, las denuncias interpuestas por tortura han chocado contra los habituales filtros de la turbina judicial y Juan del Olmo, instructor del sumario, se ha dejado la barba en su nuevo destino de la Audiencia de Murcia, de donde es originario. No hay cuidado de que el escándalo le salpique.

Las aguas fecales del sistema judicial español han alcanzado tal altura que han colocado en la picota a Baltasar Garzón, otrora zancudo cuellilargo en la poza donde se hundía en el barro a la disidencia vasca. En uno de sus arrebatos de egolatría, a la búsqueda de un nuevo impulso a su carrera mediática, se le ocurrió nada más y nada menos que remover con torpeza la laguna negra de las personas fusiladas en las «tierras liberadas por la cruzada franquista». A los pocos meses, el pleno de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional declaró, por 14 votos a favor y 3 en contra, que el juez Baltasar Garzón carecía de competencia para investigar las desapariciones ocurridas durante la Guerra Civil y el franquismo. Obviamente, más allá de una cuestión competencial, lo que la Audiencia Nacional defendía era la impunidad de los criminales, una de las bases fundacionales de la transición española y del posterior pacto constitucional. Ahora le quieren hacer pagar a Garzón la osadía de poner en tela de juicio la idoneidad del olvido como bálsamo para las heridas abiertas por cuatro décadas de fascismo. Detrás de la querella que ha sentado al magistrado en el banquillo se encuentra la propia Falange, es decir, el mismo partido político que encabezó la degollina de 1936.

Como anteayer noche dijo en la Plaza de los Tilos de Hernani uno de los integrantes del grupo musical Bizardunak, dan ganas de brindar el próximo trago a la mismísima Falange por haber llevado hasta el borde de la inhabilitación a Garzón, pero yo no voy a ir tan lejos. Por más que las guerras intestinas entre distintas instancias judiciales puedan traer consigo la suspensión profesional del juez con más páginas en Google, para las personas que viven en Euskal Herria, para las decenas de miles de ellas que son susceptibles de padecer las consecuencias de alguno de los nuevos tipos penales acuñados por él mismo, la caída en desgracia de este personaje no supone ningún alivio.

La gran mascarada del proceso de democratización a la española tiene una triple cadena de seguridad que, sobre los acuerdos políticos y sociales establecidos en los años de la transición, impide que el derecho de autodeterminación de Euskal Herria y las libertades civiles y políticas de sus habitantes tengan recorrido. La Audiencia Nacional es el primer piso en esa escalera que baja a las catacumbas predemocráticas. He conocido en persona a buen número de los jueces y fiscales allí destinados, capaces de dormirse en un juicio público, de tener un currículum político ultraderechista, de abroncar a quien, entre sollozos, les aseguraba que había sido torturado, de proponer que un preso con una enfermedad incurable no sea excarcelado y extinga sus últimos días entre rejas en condición de «preso rematado». Nunca se ha impartido una molécula de justicia en sus salas y despachos, como tampoco se da en las fantasmagóricas reuniones y sentencias del Tribunal Supremo o del Tribunal Constitucional, instancias superiores encargadas, mayormente, de atornillar lo juzgado y condenado en la calle Génova.

Fue el ex presidente argentino Alfonsín el que reconoció en público que la inspiración para la Ley de Punto Final en su país, por la que se exoneraba de responsabilidad a la mayoría de los militares golpistas y sus ayudantes en la judicatura, la prensa, la política y la empresa privada, se la dio Felipe González. De hecho, los que redactaron aquella ley, ya derogada, copiaron la transición española punto por punto, garantizando la impunidad de los asesinos y rotulando con caligrafía democrática los preceptos legales del régimen de negación anterior. Todo lo que ha venido después es deudor de aquel pacto infame. Nadie que lo suscribiese puede hacer política sin ser calificado de condescendiente con el franquismo o de colaborador con el genocidio. Así pues, que homenajeen a Garzón quienes sufran el vacío existencial y la amnesia política. Imposible de regenerar, el sistema judicial español es una de las muchísimas razones que existen para separar cuanto antes nuestro destino de la sombra de España, el único país del mundo que alardea de no haber hecho su Nuremberg particular. España se hunde en su inmundicia: rompamos amarras y que no nos arrastre al fondo.

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