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CRíTICA jazz

«Ad infinitum»

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Javier ASPIAZU

Sin duda, uno de los grandes aciertos de esta edición del 365 Jazz Bilbao ha sido la contratación de Carla Bley: mítica pianista y compositora de vanguardia que reparte su talento entre la Remarkably Big Band, una de las bandas más originales y creativas de la actualidad (la auténtica triunfadora del pasado Jazzaldia donostiarra), y el cuarteto que se presentó en el Teatro Campos: «The lost Chords». Grupo enriquecido con la colaboración especial desde 2007 de toda una estrella europea como es el trompetista sardo Paolo Fresu. El disco que grabaron juntos en esa fecha («The lost Chords find Paolo Fresu») fue considerado, con justicia, uno de los mejores del momento. Desde entonces Bley se había dedicado preferentemente a su big band y no tuvo rebozo en confesar hacia el final del concierto, ante un auditorio repleto de un público fascinado, que llevaban dos años sin tocar juntos. Cabría asombrarse ante esta afirmación, si no recordáramos el grado de excelencia de estos músicos legendarios, pues el directo que escuchamos, tan intenso y medido, mejora si cabe la grabación original.

Para empezar, nos ofrecieron «The Banana quintet», el grueso del disco, una especie de suite en seis movimientos que resume las búsquedas de Bley: sonoridades elusivas e imprevisibles, armonías simples pero elegantes y misteriosas, cargadas de un humor sobreentendido (como si Satie se hubiera asociado con Ornette Coleman). La pianista, que apenas se permitió el lujo de improvisar, estableció, junto a Steve Swallow al bajo eléctrico, su septuagenario colega de toda la vida, una cohesionada base rítmica, un sólido manto de acordes fundamentales, que unido a las texturas cambiantes proporcionadas por el versátil batería Billy Drummond, puso en bandeja el lucimiento de los vientos. El sonido lírico y vibrante de Fresu al fliscornio (su instrumento preferido durante esta sesión) estuvo bien contestado en todo momento por un Andy Sheppard irónico al tenor, capaz, en la única ocasión que empuñó el soprano para solear con denuedo, de emular el soberbio virtuosismo del sardo.

Incluso la concesión a la galería, la habanera de Manuel Iradier, tuvo el inconfundible toque Bley. Con su derivación humorística y sofisticada se convirtió en un juguete explosivo que dejó al público en la mejor disposición de ánimo para abordar el final: una vieja pieza de Bley, «Ad infinitum», cuyo título expresa de forma idónea hasta dónde hubiéramos querido prolongar el goce deparado por este hipnótico concierto.

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