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Mertxe AIZPURUA | Periodista

Lecciones de convivencia

 

Mi generación tuvo su ración correspondiente de ideología perversa. A mí me tocó en suerte la madre María. Como todas las monjas, olía a naftalina, y siempre tuvo una edad indefinida y amarga, como su rosario de cuentas negras. Nos enseñó que el héroe era Viriato, la gesta Numancia y que Dios era un ojo resplandeciente; de ella aprendimos que España, un mapa flotante sobre nubes de algodón, tenía tres banderas, y que Franco era el gran hombre que logró echar de la Patria a sus enemigos y aplastar a los vascos, que se merecían todo lo peor. Le podía la pasión. O el odio. O la negritud. Se alteraba al hablar de la guerra, en la que los vascos rojo-separatistas quemaban iglesias y achicharraban curas y monjas. Salíamos de clase impresionadas y confusas. Con ocho años es atroz oír que perteneces a un grupo -los vascos- retratado como banda de desalmados sin escrúpulos. De vuelta a casa, quien más quien menos se reconciliaba con su vasquidad gracias a unas vueltas al calcetín. Lo que le sucedía a la madre María -me dijeron- era que la toca almidonada le presionaba el cráneo. A partir de ahí entendí muchas cosas.

Nuestros progenitores, precisamente los rojo-separatistas, hicieron más por una educación en convivencia que todos los maestros, monjas, curas y gobernadores civiles juntos. Este nuevo "Plan de Educación para la Paz", inscrito en la estrategia contra ETA, suena a adoctrinamiento, a vulneración del derecho a educarse en libertad de criterio y pensamiento. Esto ya lo ensayaron en el sistema escolar franquista y -recuerden la paradoja los promotores actuales- originó generaciones de jóvenes vascos que se revolvieron contra lo aprendido.


 
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