Antonio Alvarez-Solís I periodista
Muerte de una inocente
Murió hace tres días, dulcemente y con los ojos abiertos. Me buscó hasta el último momento para darme su beso fugaz. Durante siete años -¡Dios, que rápido pasa el tiempo!- pobló de compañía mis crecientes soledades de anciano. Nunca me exigió nada a cambio de su inmensa y callada fidelidad. Apenas notaba sus pasos tras de mí cuando acudía solícita a reconfortarme con su presencia. Si la injusticia que puebla el mundo me cegaba de ira me enseñaba benevolencia. Con su vida inalterable en la verdad sencilla me adiestró en el ejercicio de la verdad que yace firme en el fondo del espíritu. Si me precitaba, me imponía prudencia. Si me atenazaba el dolor sabía darme calor. Si olvidaba mis deberes me rondaba con discreción. Si la requería acudía con paso presto. En mis insomnios, velaba. En mis angustias, permanecía quieta y vigilante. Amaba la naturaleza y me enseñó a contemplar con paz las entrañables picardías de los gorriones, el pájaro que te da las gracias cuando te roba la miga que hay en la mesa siempre opulenta a los ojos del necesitado. Me esperaba despierta hasta la madrugada. Amanecía presta y me acuciaba contra la pereza. Supo llevar su maldito cáncer con la candidez de quien no padece. Al morir me enseñó a confiar en el más allá. Hoy sus cenizas, para mí sagradas, esperan pacientemente a las mías y en la noche escucho su respiración acompasada. Porque en todas las cenizas reside el Espíritu. Cuando los hombres poderosos decretaron mi exilio ella aceptó con alegría el destierro y me enseñó el lujo de las horas. Mi nimiedad siempre la consideró importante y supo indicarme el destino verdadero, que es la visión de un árbol y el juego de las nubes. Se llamaba Rita. Nada más. Era una pequeña galga hija de padre desconocido. Nunca llameis perro a alguien despreciable.