Iñaki Egaña escritor
No me he ido nunca
A través de un estilo cargado de simbolismo, Egaña embarca al lector en un viaje alegórico por la historia reciente. Un viaje no exento de dolor y rabia cuando evoca momentos oscuros en la memoria: «El corazón se agitaba de nuevo desbocado, el estómago se oprimía y la piel se humedecía de un sudor helado». Así describe la angustia de quienes, entre el miedo y la esperanza, temían nuevas de un ser querido en paradero desconocido. El final de ese trayecto invita, sin embargo, a un nuevo optimismo: «Tenemos tiempo, mimbres y, sobre todo, convicción. Una gran convicción que nos mantendrá en la brecha hasta el fin del mundo».
Me buscasteis durante años hasta que, con el tiempo, el peso de la búsqueda se convirtió en una losa molesta, sobre todo desde que las cosas parecieron convertirse en inmutables. Tan inmutables como la eternidad. El horizonte era una palabra tan dolorosa que su mención estaba prohibida. Los colores surgían opacos, sin lugar para el lustre, mientras la luz brillaba sin brillo. Nada era ajeno a la falta.
Al principio, la angustia de mi desaparición os oprimía el pecho, os dejaba las noches en vela, os sobresaltaba de improviso, con un ruido en el tejado, un golpe en el portal, un grito en la lejanía. Cualquier cosa se convertía en una agonía insoportable. Los días y las noches eran señuelos de la nada, esperanzas abortadas de una vida que no existía.
En silencio, hollasteis senderos, preguntasteis en cementerios e intentasteis descifrar alguna nota inteligible en los diarios herméticos de los hombres de ideología azul. Las letras, sin embargo, cegaban y no eran sino juegos malabares de una gran farsa. Llorabais en la oscuridad, ahogando el llanto a duras penas, para que el vecino no percibiera tanta amargura, para que no fuera con el cuento a los tipos de tricornio verde y la tragedia se extendiera a otros miembros de la familia. Los fusiles aún humeaban.
Habíais oído de afortunados que escaparon a las matanzas, que ocultos de día y andarines por la noche, lograron sortear todo tipo de obstáculos, hasta los más peregrinos. Patrullas que acechaban con sus fusiles de acero, vigías con prismáticos cargados de espanto y policías, muchos policías, en cualquier e insignificante cruce de caminos. Rumores casi imperceptibles apuntaban a que llegaron hasta la muga, y con la complicidad de la luna nueva, franquearon una demarcación geográfica invisible, como aquel principito que saltaba de asteroide en asteroide.
De otros, en cambio, sus ecos resonaban en lo más intrincado de la noche, su aflicción repicaba como campana de ángelus. Encerrados en mazmorras, purgaban entre rejas, paradójicamente, sus ganas de vivir, su apuesta por un mundo más justo, su alegría desbordante por desplazar tiranos, su juventud. Los escondían a cientos de kilómetros del hogar y, a pesar, los susurros de sus voces distantes serpenteaban entre los rescoldos de nuestros fogones, recordándonos su proximidad como una fiebre que abrasaba.
Esperasteis con impaciencia cualquier signo que pudiera abrir la puerta a la esperanza. Unas notas que llegaran volando con las aves de la primavera, unas letras que cayeran con las hojas otoñales del abedul del parque. En vano. El buzón siempre estaba vacío, el polvo se amontonaba en su peana, mientras las hojas del parque se acumulaban unas sobre otras, año tras año, sin dar más señales que las de los colores ocres de la hojarasca marchita. Ni del presidio, ni del exilio llegó confidencia. Jamás.
De vez en cuando, la noticia en el parte radiofónico de una escaramuza, eufemismo de las más variopintas salvajadas cometidas por los canallas acuartelados, rompía vuestra monotonía de manera brutal. El corazón se agitaba de nuevo desbocado, el estómago se oprimía y la piel se humedecía de un sudor helado. El temor volvía, se revolvía más bien en la profundidad del abismo. Con una cadencia calculada, el parte informativo vomitaba, unos días después, nombres, señas, alias... certezas aparentes que alejaban la inquietud. Aunque sólo por un tiempo.
Así, entre el desasosiego y la calcificación de la pesadilla, las evidencias afloraron y la esperanza se marchitó. Hacía tiempo que nada era como antes. Aquello que otros celebraban para vosotros no tenía importancia, era secundario. Ni siquiera bautizos, bodas o fiestas lograban apartar la inmensa amargura. Descubristeis, con pesar, que no existe la ingenuidad. Que todos somos culpables y pocos los inocentes.
Todos sabían de vuestra pesadumbre. Todos y nadie. Os catalogaron y entre unos y otros os lanzaron a la plaza de los apestados, leprosos en un escenario sin lepra, agotes en un circo de risas insufribles. Vuestros hijos y sus hijos quedaron sellados con el estigma del color rojo en el apellido, como el esclavo que marcaban a fuego en su mejilla, como ovejas sacrificadas.
Hasta que un día, a través de un eco casi imperceptible, os llegó una bocanada de aire sincero. Apenas se percibía y si alguien lo hubiera podido enlatar seguro que hubiera entrado en una caja de cerillas. Era como un susurro de fondo, un cuchicheo entre dos, tres... muchos amigos que aguantaban la voz para no delatarse. Y de la misma manera que os había sobresaltado el viento fugaz, la melodía os resultó familiar. Os intimidó.
El rumor se convirtió en fragor y entonces ya no tuvisteis duda alguna. Aquello tenía fundamento, no había cajas capaces de aprehenderlo. Ni eran las pesadillas anteriores, tampoco los sueños a los que habíais accedido desde el crecer de los hijos. Era el eco de la trinchera, el chasquido particular de la maleza aplastada por el paso acompasado del compromiso. Era el olor inconfundible de la lucha.
Fue cuando, como un ciclón, retornaron las tonos pulidos de tantas sensaciones olvidadas. El desasosiego se difuminaba. Al galope, como hubiera descrito Rafael Alberti. Zer duzu, ama?, preguntaba Eustakio Mendizabal, Txikia, en una poesía que escribió y nunca vio editada. No era zozobra lo que le afligía, madre, sino el ansia por cambiar tantas cosas porque el tiempo apremiaba.
Entonces fue cuando tuvisteis la certidumbre de que no me había ido nunca, de que estaba entre vosotros, peleando hombro con hombro, haciendo grande aquella carta de José Luis Arenillas, antes de ser fusilado contra las tapias del cementerio de Derio: «Confío en que nos sobreviváis y podáis hacer con redoblado esfuerzo, lo que juntos hubiéramos deseado realizar. Nuestra causa que es la causa de la humanidad emancipada».
Y era cierto, nunca me había ido. Seguía entre vosotros, tomando aliento, desbrozando el camino a los jóvenes, como hubiera escrito Isaac Puente, apartando la mala hierba de esos campos que se antojaban agresivamente verdes, como la esperanza. Restableciendo la dignidad del frente, en esta interminable pero hermosa tarea de restaurar la igualdad con la que todas y todos vinimos al mundo, la justicia de los que nunca debieron ser condenados en la tierra.
Allí estabais, ahí estábamos, en el tablado de siempre, en la lucha por un mundo mejor, la misma que me negaron y nos negaron unos mercenarios al servicio de imperios, banqueros y obispos. Bandidos que creyeron que, matándonos, arrinconándonos, y ocultándonos en las cunetas de nuestros viejos caminos, en fosas innombrables, atrancaban la persiana al porvenir. Se equivocaron y se equivocarán porque tenemos tiempo, mimbres y, sobre todo, convicción. Una gran convicción que nos mantendrá en la brecha hasta el fin del mundo.