Laurent Tirard es el realizador ideal para llevar «Le petit Nicolas» a la pantalla, por el vitalismo que pone en su visión de los personajes de otras épocas, sacando lo que de intemporal hay en ellos. Lo puso de manifiesto con la excelente «Molière», donde narraba la etapa juvenil del autor teatral, sin duda la menos difundida.

Si supo recordarnos que Molière también fue joven y amó, por qué no va a convencernos igualmente de que los niños siempre son niños. Es la idea básica con la que ha encarado la adaptación de los libros ilustrados de Goscinny y Sempé, a fin de no caer en las trampas nostálgicas de la moda «retro». El éxito de la película, la más divertida que pueda verse en la actual cartelera, radica en la frescura con que retrata a los personajes, que son como dibujos que de repente cobran vida sin que el tiempo haya pasado por ellos. Nicolás y sus amigos siguen pasándoselo en grande y haciendo un sinfín de locas travesuras, gracias a que el pequeño Nicolás, al contrario de la Alicia de Tim Burton, no ha crecido. Se sirve de la voz en «off» para transmitir al espectador de cualquier edad que no quiere cambiar, que tiene una vida plena en su niñez.

Esta declaración de principios sirve a la vez para denunciar que los viejos y los niños nunca son atendidos en sus reivindicaciones, debido a que nunca cuentan. Los adultos, en este caso los padres de Nicolás, no comprenden que lo que para ellos son problemas carentes de la menor importancia, para su hijo se convierten en temibles e insalvables obstáculos. La imaginación del crío le lleva, a causa de un malentendido, a creer que va tener un hermanito. Se siente desplazado y se ve a sí mismo abandonado en el bosque, como el Pulgarcito del cuento.