Uno de los aspectos más relevantes del plan de ajuste anunciado por Rodríguez Zapatero es la reducción de la inversión en infraestructuras. Economistas de diferente perfil coinciden en señalar que este recorte supone no crear nuevos empleos y que, en consecuencia, podría ser un freno para la reactivación económica. Su lógica es diáfana: menos infraestructuras, menos puestos de trabajo a corto plazo, menos capacidad de consumo y ralentización de la actividad económica, todo lo cual genera una nueva espiral que se traga más empleos y que además provoca estancamiento económico.

No obstante, vistos otros elementos de la crisis como la burbuja inmobiliaria o la gestión nefasta de los fondos europeos en países como Grecia y el Estado español, se debería generar otro tipo de análisis asociados a un cambio de modelo. En ese sentido, si bien algunas de las infraestructuras programadas podían tener la virtud de crear puestos de trabajo a corto plazo, habrá que aceptar que, incluso dejando al margen la perspectiva ecológica en la que muchas de ellas no pasaban un examen de sostenibilidad objetivo, no estaban justificadas socioeconómicamente. Es decir, no eran ni económica ni socialmente rentables. El TAV, el superpuerto de Pasaia, la incineradora en Gipuzkoa o el Guggenheim de Urdaibai son ejemplos de ello. En todos esos casos existen alternativas más baratas y rentables, ligadas a otro modelo de transporte público y de mercancías, al esquema de «residuos cero» o a una política industrial diferente. Si la primacía de los intereses de ciertas empresas, la política del derroche o la obcecación de ciertos políticos no han permitido hasta ahora valorar esas alternativas, tal vez la falta de dinero sirva para provocar esa reflexión.

Para ello, los movimientos sociales y políticos que han abanderado la lucha contra esas macroinfraestructuras deberían ser capaces en este momento de ofertar alternativas en términos constructivos y en base a otro modelo socioeconómico, que es la gran clave de esta crisis.