El debate sobre la conveniencia de subir los impuestos a los beneficios empresariales y a las rentas altas está desnudando las miserias más íntimas de la clase política. Con todas las diferencias socioeconómicas y políticas que la crisis está evidenciando entre el Estado español y Euskal Herria, esta situación está también dejando claro que, en general, vascos y españoles compartimos una cosa: una clase política pobre en argumentos y obscena en lo moral, que además se muestra incapaz e irresponsable. Las excepciones se cuentan con los dedos de una mano y, en el caso vasco, están proscritas o entre rejas. Poco más queda.

Que los descendientes de los marqueses de Las Regueras y de los condes de Ribadedeva exijan que no se suban los impuestos a los ricos es lógico. Desde un punto de vista puramente egoísta, es «entendible» que los hijos de grandes banqueros y vecinos de los barrios altos se nieguen a compartir sus fortunas con aquellos a los que previamente han explotado, aquellos cuyo trabajo, hay que recordárselo, es el origen de las inmensas cantidades de dinero y bienes que poseen. Basagoiti, uno de ellos, es coherente en este punto; no lo son miles de sus votantes -trabajadores asalariados, parados o pensionistas-. Pero Patxi López es hijo de trabajadores, y si bien hoy en día la clase política, independientemente del origen de sus miembros, comparte más -tiempo, ocio, dinero, aficiones...- con la oligarquía que con sus bases, no deja de ser significativo que un político de origen obrero pretenda transmitir miedo a la sociedad no por la situación crítica que padecen los trabajadores sino por el peligro de que las grandes fortunas cambien de domicilio fiscal.

Una fiscalidad progresiva es elemento central para poder acometer la crisis. El Estado español, y Hego Euskal Herria con él, ha sufrido una involución en este terreno similar a la ocurrida en el ámbito político respecto a derechos y libertades. Es imprescindible revertir ese proceso para lograr un cambio real y estructural.