GARA > Idatzia > Iritzia> Gaurkoa

Iñaki Egaña Escritor

Wellcome

Con el permiso de Philippe Lioret, director de la película del mismo nombre que titula este artículo, y sobre todo con el de Erich Scheurmann, que describió en «Los papalagi» la supuesta entrevista de un jefe de Samoa que llegó a Europa, me gustaría dar a conocer el siguiente texto que, hace dos meses, cayó en mis manos a través de una persona que prefiere guardar su anonimato. La descripción es tan desgarradora que he preferido no tocarla, apenas unas correcciones que supongo ya venían también con el original. El texto es el siguiente:

Llegué a estas tierras como por causalidad, aventado por unos vientos traicioneros que desviaron mi cayuco. Y tomé tierra en un lugar que los hombres blancos llamaban El Abra, repleto de naves enormes con palos enhiestos, como los miembros de los jóvenes en celo de nuestra tribu. Me llamó la atención que tanto mujeres como hombres llevaran unos taparrabos que les cubrían hasta el cuello. Fueron dos de ellos, precisamente, vestidos de rojo y con un gorro que les ocultaba sus cabellos cortos, los que se arrimaron hasta mi chalupa.

Supuse que me agasajarían con frutas y collares de flores, como hubiéramos hecho en nuestra isla con los forasteros desorientados. Pero no fue así. De malas maneras me ataron las manos con unos grilletes y me introdujeron en un artilugio de metal, con barrotes en los huecos por donde entraba la luz, que parecía hecho más para guardar conejos que para dar la bienvenida a humanos. De repente, el artilugio se puso en movimiento, quizás por arte de magia, sin nadie que lo empujara por detrás y me encontré como si volara, pero sin mover ni alas ni piernas.

Me llevaron a un lugar oscuro del que sólo tuve oportunidad de ver un trapo rojo y amarillo y otro de fondo rojo con dos cruces, creo que verde y blanca, como si estuviesen al aire para secarse, por lo que supuse que había llovido torrencialmente. Me gusta la lluvia. Al rato, me subieron a un cubículo en la que había una fotografía de un papalagi muy extraño, con una tela fina de colores colgando del cuello y unos cristales en la cara, como si no supiera que los adornos se llevan en las orejas.

Aparecieron varios amigos del primero con taparrabos de diversos colores, hablando y gesticulando en una lengua que no entendía. Me reí a carcajadas de sus gestos y, sin previo aviso, uno de ellos me pegó con su pie que envuelto en una piel negra, como de rata. Brotó sangre de mi boca. Otro me estiró de los pelos y un tercero se puso como si fuera un gorrino antes de la matanza, chillaba y chillaba hasta que creí que me reventarían los oídos. Me devolvieron al lugar oscuro y perdí la noción del día y de la noche.

Estuve en este trance mientras en varias ocasiones me daban un trozo de masa blanquecino con unos discos colorados y un vaso de agua. Cuando tuve ganas, hice mis necesidades en una esquina de mi habitáculo, lo que me valió, de nuevo, numerosos golpes con pies envueltos otra vez en pieles negras e, incluso, quemaduras con unos palos humeantes que se llevaban a la boca. Me duraron mucho las marcas, por lo que sufrí fuertes dolores de vientre aguantando las ganas cuando me llegaban. He padecido, por estas circunstancias, una grave dolencia de tripas durante meses.

En ese cobertizo me pusieron pegado a una pared y me lanzaron con un artilugio unas luces en la cara. Como para quitar los malos espíritus. Luego me untaron los dedos con grasa de algún cerdo salvaje y me los aplastaron contra un trozo fino de madera donde se quedó pegada mi piel. Creo que pasaron varias noches y un día sin luna me llevaron delante de un jefe al que todos hacían reverencias. No sé por qué. Vestía de manera harta ridícula, de negro con un gorro ancho y una túnica que le cubría las piernas. Pudiera ser el jefe de la tribu. No lo sé.

Cuando pensaba que me iban a devolver al inmundo agujero, me introdujeron de nuevo en ese artilugio propio para conejos y me trasladaron a lo que parecía el caparazón de un crustáceo, una casa enorme llena de palos cruzados, rejas. Dentro del caparazón había cabañas minúsculas que, en su conjunto, albergaban a más personas que en cualquier poblado samoano. Quise salir, pero pronto me di cuenta que era imposible. Me habían encerrado en este monstruo de hormigón como si fuera una fiera capturada para el sacrificio.

El recinto, vigilado por hombres con una especie de lanzas con agujero en su extremo, estaba lleno de gentes de todos los colores y ausencia notoria de mujeres. Compartía mi choza con un hombre totalmente negro que, al contrario que durante el día, de noche quedaba desnudo, como lo hacíamos nosotros en nuestro país. Vestirse para luego desvestirse. En la choza teníamos un pequeño orificio, donde hacíamos nuestras necesidades. La comida nos la daban en un gran salón, y la recogíamos de cuencos. Todo sabía igual, ya fuera carne, pescado, lechuga o manzana. Un sabor insípido y salado, como el de la piel de rata que dábamos a comer a los puercos de nuestros establos.

A los dos meses, gracias a que pude comprender algunas palabras de los muchos idiomas que se hablaban en el interior de la gran choza, supe que estaba encerrado en una especie de jaula, como la que llevaban en sus barcos los marinos occidentales que llegaban antaño a nuestras islas. Que esa jaula estaba en un lugar que llamaban Basauri, cerca de un gran poblado inútil de imaginar por su tamaño, donde los hombres vivían apiñados como abejas en el panal y sonreían de estupidez.

Supe también que la mayoría de mis compañeros de jaula estaban recluidos por haber tomado papeles toscos y piezas de metal redondo y, también, por haber comerciado con polvos y hongos de los que hacen sentir felicidad los días de tormenta. Y que otros, por apropiarse de anillos para los dedos, también estaban en la gran choza de Basauri. Otros habían pegado a sus mujeres, alentados por hombres de negro que debían ser los representantes de los malos espíritus ya que decían que el amor era pecado, una extraña palabra que debe de ser algo así como lo contrario a cualquier encanto.

Todos, en cambio, coincidían en señalar que los que deberían estar en la choza gigante eran otros. En otros tantos meses llegué a conocer la locura de los hombres blancos en toda su intensidad. Por ejemplo, que usan y tiran multitud de cosas porque no saben que con bananas, conchas de mar y cocos es más que suficiente para que la vida transcurra plácidamente.

Me contaron que la riqueza la distribuían entre unos pocos, que la tierra se podía comprar y vender, que los alimentos tan falsos, aún y así, eran distribuidos según los papeles toscos, que los representantes de la tribu no se elegían entre todos los miembros del clan, sino entre los que decidían algunos de ellos, entre sus amigos. Que antes de nacer ya estaban predestinados algunos niños a ser los dueños del futuro de la mayoría.

Me contaron que los que ordenaban construir chozas, los que mandaban fabricar instrumentos, los dueños de los carros voladores y los que prestaban dinero, tenían un sencillo método para acumular papeles toscos y anillos brillantes: el trabajo y el sudor lo sufrían otros y ellos, por organizarlo, se enriquecían como las ardillas que acumulan nueces en los huecos de sus árboles secretos. Que disponían de los que trabajaban la tierra, las palmeras y el hormigón a su antojo. Y de sus familias. Y que esos árboles secretos, a los que llamaban bancos, eran los dueños de las estrellas y de los eclipses.

Y me dijeron algo que imagino sumiría en la más grande de las pesadillas a mis vecinos: que los papeles toscos, a los que llaman dinero, están por encima de la amistad. Y que por esos papeles coloreados se hacen guerras, se matan hermanos, se internan en chozas gigantes a los humanos, se prostituyen las hijas, se asocian enemigos irreconciliables... en fin, se comenten las mayores fechorías imaginables. Y que la mayoría los adoran como nosotros hablamos con los espíritus de nuestros antepasados.

Hoy, sigo en Basauri, a la espera de que alguien sepa explicarme por qué me tienen encerrado como a una fiera y por qué tantos estafadores, embusteros, farsantes y tramposos están en libertad, como las aves del cielo. No sólo en libertad, sino que sus nombres y sus retratos inundan toda la gran población cercana a Basauri, como si fueran los más prestigiosos de la tribu.

Imprimatu 
Gehitu artikuloa: Delicious Zabaldu
Igo