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Joseba Buj Profesor getxotara en la Universidad Iberoamericana de Santa Fe (México)

Mi mundo no es de este reino

La causa es justa, a pesar del magistrado. Yo, con la familia en la diáspora a consecuencia de la guerra, había resuelto acudir a la manifestación. Finalmente, ciertos escrúpulos me lo impidieron

Y no es casualidad que apele a la sabiduría aforística de José Bergamín en tiempos alebrestados y proclives a la tergiversación, como éstos en los que la izquierda española, reivindicando la memoria histórica, se ve obligada a posicionarse junto al estelar (o más bien persecutor de rútilos estelares) magistrado Baltasar Garzón (algunos amigos, cercanos al republicano Ateneo Español de México, convidaban a que me uniese a este clamor vindicativo frente a la Embajada de España en el D. F.). No es casualidad porque Bergamín fue -como hoy día lo es Alfonso Sastre- uno de los escasos intelectuales que supieron denunciar la compostura artificiosa llamada Transición española. Quizá porque confió en una noción de España que se abría al reconocimiento de la diferencia, y no en el sacro relato de santos y guerreros, preso en su ergástulo simbólico, con que colmaron los oídos de generaciones enteras.

Que las fuerzas que abrevaron en esta mitología de la Cruzada siguen vigentes en España ha quedado patente tras el encausamiento del juez. Lo cual es peligroso, aunque no deja de ser una cotidianidad en un intratable pueblo de cabreros. Más arriesgado es, sin embargo, tragarse señuelos como el de este funcionario con nombre de rey mago (siempre construyendo la cauda de su propia estrella). Porque su señoría no es sino una actualización encarnada de las componendas formales del proceso político conocido como Transición que ocultan el trasfondo pútrido de la España de charanga y pandereta. España que jamás tuvo su mármol y su día (por mucho que lo vaticinase el bienintencionado poeta).

La Transición colonizó mentalmente a mi quinta (crecimos en una zona castellanizada del País Vasco), formada a resultas de su sistema educativo, forzándola a contemplar este proceso como la puridad democrática y a sus discrepantes como enemigos ferales de la tolerancia, de las libertades concertadas. En qué tejemaneje mediático (maquinado desde el poder), en qué penetración ideológica nos vimos enmadejados.

Los actos del mentado juez ponen en claro, ahora más que nunca, el escamoteo político asentado constitucionalmente como «democracia». A un tiempo Garzón postulaba la «democracia» ibérica en el ruedo internacional con el arraigo del matarife Pinochet y con la consignación del terrorismo de Estado camuflado en el testaferro de los GAL, en el País Vasco, clausuraba periódicos y encarcelaba a disidentes políticos. Un recurso muy «a la española», o sea, perpetrar un sentido unívoco de «democracia» (exportada al exterior con lanas de cordero) y al que maniobre a la contra ¡garrote! (vil o en su significado más profano). ¿Privar de un medio de comunicación revulsivo? ¿Ilegalizar un partido que representaba a un gran sector de los vascos, orquestando el triunfo electoral de un gobierno (PSE) con escaso respaldo ciudadano? ¿Con qué terror atávico se confrontaba la España de Garzón (España cuya legalidad vulnera la institución de hábeas corpus y la finalidad reintegradora de cualquier sistema penitenciario)?: tal vez, con el viejo e inconcebible fantasma del separatismo -erradicado, a decir de José María de Areilza en los años de su gloriosa alcaldía- y con el de la autodeterminación (derecho consustancial de los pueblos). Acaso atisbar el referente irlandés, donde el adversario ostentaba el carácter de interlocutor político, no hubiese estado de más, antes de echar mano de soluciones judiciales.

Y este Garzón es el mismo que, buscando nuevos oropeles, pretende esculcar en los crímenes del franquismo. La causa es justa, a pesar del magistrado. Yo, con la familia en la diáspora a consecuencia de la guerra, había resuelto acudir a la manifestación. Finalmente, ciertos escrúpulos me lo impidieron.

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