CRíTICA teatro
Quizás unas sombras
Carlos GIL
Negro sobre negro. Cuerpos que se atraen, se mezclan, se repelen, van en paralelo, en diagonal, ocupan un espacio común; son sujetos y objetos del deseo. Son dos cuerpos, una pareja, un dúo, una mujer y un hombre que se mueven coordinados, que bailan su aliento, su respiración, que en su ejecución nos dejan escuchar el latido de sus corazones, el rechinar de un pie sobre un tapiz de danza.
Negro sobre negro; negro de ausencia de sonido, cuerpos que se ocultan en ese anonimato resplandeciente de una ausencia de volumen, de una existencia atrapada por un entorno en donde la luz está siempre a contraluz, para que el negro prevalezca y, cuando un foco ataca una cara, nos deje una máscara, un espectro, naturaleza, una vida interior que baila, que recupera el hálito de supervivencia en un movimiento siempre preciso, casi mecánico pero, a la vez, en una suculenta contradicción nos hace encontrar la blancura de una vida, de una atracción, de un gozo.
Quizás sean dos cuerpos que se han perdido en un magma; quizás unas sombras que han prescindido de un cuerpo y de una luz que las proyecte porque son ellas la luz, el todo, la nada, el éxtasis, la lujuria y el control de las emociones. Dos cuerpos en negro, dos caras luminosas, unas manos que se expresan con delicadeza o contundencia. Dos jóvenes creadores que consiguen en cuarenta y cinco mitos atrapar a los espectadores con esa extraña sencillez de unas coreografías sentidas, interiores, que se transmiten desde esa opacidad que filtra señas de una técnica bien aplicada.