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Aintxus Iñarra I Profesora de la UPV/EHU

El tiempo o la vida

El concepto del tiempo ofrece una dimensión personal muy subjetiva ligada a las vivencias y emociones de cada cual, de forma que su valor y la velocidad con la que transcurre puede percibirse de formas muy diferentes por cada persona. Sin embargo, el tiempo también posee una profunda dimensión socio-económica «que se impone inexorablemente en nuestra vida cotidiana», según asegura la autora del artículo. Desde el comienzo de la era de la industrialización, la obtención de beneficios se ha ligado directa y progresivamente a una aceleración del trabajo y ésta ha obligado al ser humano a alejarse de sus ritmos natural y biológico.

Conocemos muchos tipos de tiempo, tantos como tipos de esperanza y de culturas. En otras palabras, tantos como vivencias y como representaciones del mismo. Cada pueblo lo ha ido definiendo y conceptualizando a lo largo de la historia, de muy diversas maneras, desde el cálculo de los astros hasta las formas variadas del reloj.

Sin embargo, actualmente hay físicos que dicen que el tiempo no existe. Algo, en todo caso, que no es una novedad pues también podemos hablar de su inexistencia cuando narramos cuentos o mitos. O bien podemos referirnos a su detención o congelación cuando la ciencia somete el cuerpo al proceso de crionización en un intento de escapar a la muerte.

Pero lo cierto es que solemos considerar el tiempo cotidiano como algo existente en sí mismo. Así, es frecuente escuchar decir «no tengo tiempo», «tengo tiempo de sobra» o «se me ha echado el tiempo encima». Vivimos como si estuviéramos atrapados en él, nos estamos refiriendo al tiempo medido, cuantificado, que impone y adiestra en la rutinización de las vivencias humanas.

Destacan dos formas relevantes de temporalidad que el ser humano ha desarrollado para orientar y encauzar la vida cotidiana. El tiempo cíclico y el lineal. El primero responde al ritmo natural, es el llamado tiempo ecológico. El ser humano acompasa el ritmo a la sucesión de los ciclos naturales. Tiempo circular, del eterno retorno, que se manifiesta cíclicamente en períodos rítmicos de la naturaleza. Es propio de las cosmovisiones de culturas agrícolas, de antiguas civilizaciones precolombinas o de las tradiciones budista e hinduista, que contemplan la existencia como algo cíclico, en la que el ser humano nace y renace sin cesar.

Vinculado a este modo cíclico, el ritual ha constituido, asimismo, un modo de marcar la temporalidad. Así lo hacen los ritos de paso en donde se cruza lo biológico con lo sociocultural. Expresan el cambio y la transformación de un estado a otro a lo largo de la existencia, y marcan sucesos como las bodas, los funerales o el paso de tiempo de la pubertad a la juventud. También están los ritos iniciáticos, que marcan un proceso de final o muerte y comienzo o resurrección. Se muere a un estado para nacer a otro diferente.

La segunda forma temporal, representada como una línea recta y actualmente mayoritaria en la vida social del planeta, proviene de la cultura judeocristiana. Corresponde al tiempo lineal, categorizado y determinado en nichos de pasado, presente y futuro. A él se superpone la medición mediante los instrumentos del reloj y el calendario. Así tratado, se convierte en un molde al que se nos encauza desde la infancia. Una adaptación que produce sujetos homologados y que redunda en la uniformización de la vida social y en la regulación de los eventos.

Sin embargo, la vivencia del paso del tiempo y su valor difiere mucho según la percepción de cada individuo y la situación en la que uno se encuentra. Todos tenemos experiencia de la lentitud o rapidez con que transcurren las horas y los días según las circunstancias. O según los estados emocionales como la depresión, la ansiedad, la placidez, la serenidad, la angustia o la euforia. Pues no es lo mismo la vivencia y el valor que le otorga, por ejemplo, una persona de negocios que concede una relevancia especial a la productividad y al beneficio, que la que le da otra persona a quien le queda poco tiempo de vida.

Ahora bien, la trama del tiempo cuantificado, medido, reforzada por el sistema económico, une la noción y práctica social del progreso, el logro, y el deseo de ganancia a la idea de un futuro siempre mejor. Es el tiempo social y económico que se impone inexorablemente en nuestra vida cotidiana. Aunque el tiempo se manifiesta, también, en el movimiento. En este sentido, es evidente la acrecentada sensación de aceleración que vive el ser humano. Este hecho lo constatamos desde la época de la industrialización hasta la actual sociedad del conocimiento e información, en que la hegemonía de la tecnología ha intensificado e impuesto todavía mayor rapidez y celeridad. La causa de esa aceleración no es azarosa, sino que responde al ritmo impreso por el interés económico.

Todo esto ha distanciado al individuo del ritmo natural, propio de la biología y del orden natural. Vivir deprisa se ha convertido en un estilo de vida, que rompe el orden regular biológico. Hoy más que nunca cobra actualidad el dicho de «el tiempo es oro». Es el tiempo cuantificado, medido, que tiene un valor asignado por la obtención imperiosa del beneficio, fabrica un estilo de vida, determina los acontecimientos y se convierte en el tiempo interiorizado del individuo.

Si bien la representación del tiempo resulta necesaria para vivir en sociedad, ésta se convierte en alienante cuando es regida por las leyes de la productividad. Es así como termina imponiéndose abrumadoramente en el ámbito individual y social, obstruyendo el acceso a la vivencia natural del momento propia del ser humano. En este sentido, constatamos la dificultad de vivir lo que la vida presenta en cada momento, ya que vivimos condicionados, atrapados entre el repetitivo pasado y el ansioso, deseoso o temeroso futuro.

La leyenda, situada en el contexto cisterciense del siglo XII, relata el goce del tiempo presente que vivió Virila. Este viejo abad del monasterio de Leire paseaba por los alrededores de dicho lugar, pensativo sobre la idea de la eternidad. Hasta que, absorto por el canto de un ruiseñor, se adentró en lo más profundo del bosque escuchando su melodioso sonido. Una vez que recuperó su conciencia del espacio y tiempo, emprendió el regreso al monasterio. Cuando llegó a él lo encontró cambiado, incluso los hábitos de los monjes y los monjes mismos. De hecho, quien lo recibió en la puerta no lo reconoció y asombrado ante aquel hombre que afirmaba ser el abad fue a buscar al actual prior del monasterio. Buscaron en la Biblioteca en donde hallaron su nombre en un documento, descubriendo que se había perdido en el bosque hacía trescientos años. Entonces todos los religiosos rodearon al abad, y cuando cantaban el «Te Deum» se abrió la bóveda del salón de donde procedía la potente voz de Dios: «Virila, tú has estado trescientos años oyendo a un ruiseñor y te ha parecido un instante. Los goces del paraíso son mucho más perfectos».

La reflexión sobre la eternidad que hace Virila acontece en el tiempo del pensamiento. En cambio, cuando se deja llevar por el canto del ruiseñor, el tiempo desaparece, y pasa a fundirse en el instante con el canto del ave. Esta vivencia de lo atemporal, tal como dicen las distintas tradiciones de sabiduría, se produce en la unidad entre sujeto y objeto, surge con la desaparición de la representación del tiempo fabricado, por lo que se sitúa fuera del tiempo marcado culturalmente.

Esta experiencia no es ajena al individuo de cualquier época y lugar. Sucede cuando el pintor se funde con su actividad pictórica o el alpinista con la escalada, de la misma manera que lo vive el contemplador al hacerse uno con el paisaje. Es el tiempo del goce de la experiencia del ahora, que conecta en cada momento con la vida que se es.

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