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Víctor Moreno escritor y profesor

Todos saben de enseñanza

«De un maestro dudan hasta los niños de Primaria, porque también lo hacen sus padres». Con esta frase, el autor del artículo subraya la generalizada tendencia de la sociedad actual a poner en cuestión la labor pedagógica de los profesionales de la Educación. Una actitud que también se extiende al poder político, que «cambalachea la realidad cada vez que eleva la escuela a categoría de detergente para limpiar la mierda que produce la sociedad».

La ciudadanía lleva adosada en los pliegues de su piel un pedagogo y un psicólogo juntos. Y un psicoanalista, según y dónde. Y nada tan aburrido como oír y escuchar las monsergas que sueltan quienes, amparados en la permisividad crítica de esta sociedad falsamente ilustrada, consideran que, si ellos estuvieran en el poder o dando clases, resolverían todos los problemas educativos en un subir y bajar de pestañas. Eso, y con soltar cuatro soplamocos al imberbe que le levantara la voz ya tenía solucionados los problemas de autoridad y de indisciplina que vuelven rojas las tizas blancas de las aulas.

Esta repelente práctica social, que forma parte intrínseca de nuestros hábitos seculares, atávicos se dice -de atavus, abuelo de cuarta generación- podría constituir una de las pautas más significativas para estudiar la ignorancia y/o cultura de una sociedad. Nadie discutirá si un físico nuclear, un médico, un arquitecto, un ingeniero, saben o no saben. Pero de un maestro dudan hasta los niños de Primaria, porque también lo hacen sus padres.

Para mentir, uno tiene que saber la verdad, opinaba san Agustín en su ensayo «Mentiras», donde estableció hasta ocho tipos de variantes mentirosas. Aplicada la frase a la ciudadanía, que opina sobre la enseñanza actual, habrá que convenir que aquélla no miente, porque desconoce la realidad de los hechos. Y que lo único que está haciendo, cuando habla de la forma en que lo que hace, es el ridículo.

Pero, aparte del que miente y del que dice la verdad, existe otra categoría, aborrecida por, entre otros, Wittgenstein: sería el club de la andrómina formado por aquellos a quienes no les importa si lo que dicen es verdad o es falso. Es esa legión que habla sin saber de qué habla cuando habla de enseñanza, en general, y de aprendizaje, en particular. Y, para colmo, no se preocupan lo más mínimo por verificar in situ si lo que dicen es verdad, mentira o infamia.

Lo habitual es que ciertos ciudadanos, cuando hablan de enseñanza, se limiten a utilizar los tópicos que siguen revoloteando desde la época del «maestro Ciruela, que era analfabeto y puso escuela». Si se les advierte de que existen conocimientos y métodos pedagógicos, además de contenidos específicos de cada área, te responden, no con un encogimiento de hombros que sería lo preceptivo, sino con la especie de que eso de la pedagogía y de la psicología son tonterías; en fin, nada que el sentido común no conozca y supla con creces. Y, claro, la primera persona en conculcar dicho sentido es quien chamulla de esta guisa. Porque alguien con cierta dosis de sindéresis en el cuerpo sería incapaz de caer en la burda generalización.

En esta sociedad, nadie quiere aparecer como ideólogo, y, sobre todo, nadie reconoce que manipula al niño cuando es manifiesto que todos los adultos somos especialistas consumados en hacerlo; sobre todo, los progenitores.

Nadie como los padres utilizando a sus hijos como valor de cambio. Lo hacemos por su bien. Por supuesto. Nunca por el nuestro. Nosotros jamás buscamos la realización de nuestro egoísmo. Jamás. En cuanto nos hacemos padres, abandonamos cualquier tendencia al envilecimiento de utilizar como escudos de plastilina a nuestros hijos para defender posiciones ideológicas de las que ellos no tienen idea. «Eso, sí, mi hijo será nacionalista vasco por mis cojones», como me decía uno. «¿Y si te sale nacionalista español?», le replico. Me responde: «Lo capo».

«Mi hijo creerá en Dios, porque así lo ha decidido la Providencia», me aseguraba un creyente. «¿Y si se convierte en un ateo radical?», le replico. Me responde: «Dios no lo permitirá».

No resulta fácil ser consciente de los procesos de socialización que cualquier aprendizaje conlleva, sea familiar o educativo. En la enseñanza, es muy difícil encontrar un Diógenes curricular sabedor de por qué y para qué imparte unos determinados conocimientos, sean los que sean. Y, menos aún, qué propiedades intelectuales, éticas y morales se desarrollan cuando se ponen en circulación, si se desarrollan de hecho en el sujeto, y, si lo hacen, en qué le afecta a éste, en el plano individual-psicológico o en el plano social-colectivo.

Paradójicamente, quienes no tienen ni idea de enseñanza ni de aprendizaje sí saben lo que habría que hacer y lo que no para solucionar todos y cada uno de los problemas del sistema. Y es que la ignorancia no es que sea muy atrevida -que, a veces, es coitada y adusta- sino puñetera barbarie y analfabetismo funcional. Claro que resulta terrible constatar, a pesar de que todo el mundo sabe de enseñanza, el mal estado en que ésta se encuentra.

Tampoco el poder político anda muy fino en sabiduría curricular, porque si estuviera adornado con dicho conocimiento, no haría continuamente el ridículo tratando de parchear el sistema con cambalaches de tres al cuarto. Y el poder político cambalachea la realidad cada vez que eleva la escuela a categoría de detergente para limpiar la mierda que produce la sociedad. ¿Cuándo se va a enterar de que la escuela no resuelve ningún problema de los que la sociedad es responsable? Si los problemas que tiene la sociedad no los ha creado la escuela, ¿cómo pretende que los solucione?

Menos mal, y esto es de agradecer, que en la actual crisis económica los políticos de turno no se hayan acordado de la escuela, porque si ésta tiene algún mérito, éste consiste especialmente en producir todos los males que acogotan al paisanaje. O, si no producirlos, sí erradicarlos, que ya es decir.

Por primera vez, y espero que no sea la penúltima, los políticos han obviado la existencia de la escuela como factor fundamental en la génesis de la crisis económica que afecta al país. Gracias. De verdad. No es un detalle baladí.

Claro que estaría por ver si la existencia de esos especuladores, a los que el Papa y Zapatero en su místico encuentro echaban la culpa de la crisis, no llevará a los socialistas a pergeñar una nueva asignatura que propugne una nueva educación que corte de raíz el afán de lucro, la avaricia y, en definitiva, la inmoralidad más obtusa, causa última, según la Iglesia, de todos los desmanes existenciales.

Porque, sin duda alguna, la premisa de la que parte el Ejecutivo, también la Iglesia, es que, si la escuela y el instituto educaran en valores como los que marca Educación para la Ciudadanía y el Catecismo, respectivamente, no sería imaginable jamás la existencia de tanto hijoputa especulador.

A lo que sería conveniente replicar que si el origen de la crisis económica fuese cosa de especuladores, ¿qué hace el Gobierno, que no los mete a todos en la cárcel? ¿Acaso no sabe quiénes son?

Puestas así las cosas, lo que tendría que hacer el Gobierno, más que meter en la cárcel a estos traficantes de la miseria ajena, es enchironar al propio sistema que hace posible, no sólo el desarrollo en progresión geométrica de tales hijos espurios, sino la misma crisis.

El resto, vaniloquio místico y trascendental.

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