El documental hace tiempo que ha roto las barreras genéricas, y en esa dirección «Anvil» llega más lejos que ningún otro, porque te hace reír y llorar como ni siquiera una ficción podría conseguirlo. Es una película emocionante, que nos descubre que en el mundo todavía queda gente auténtica y honesta. La mayoría de los jóvenes que forman un grupo de rock, en cuanto ven que no se van a hacer ricos y famosos con la música, lo dejan. Hay pocos que siguen contra viento y marea por el simple placer de tocar, o por instinto grupal, por permanecer unidos frente a la adversidad. Los cincuentones Steve Lips Kudlow (guitarra y voz) y Robb Reiner (batería) son de los que nunca tiran la toalla y, aunque se peleen cada vez que la resistencia humana les falla, vuelven a levantarse con mayor ímpetu si cabe. Se conocieron en la escuela de adolescentes para acabar formando la banda que iba a ser la gran esperanza del heavy-metal canadiense. Ahora inician su cuarta década de existencia sin asomo de desaliento y, gracias a la inyección de moral del documental, preparan con gran entusiasmo vital el que será su decimocuarto disco. Se merecen el monumento gigante del yunque, símbolo del grupo, que aparece en uno de los cuadros pintados por el batería al estilo de Edward Hopper.

Sacha Gervasi, guionista de Spielberg en «La terminal», ha realizado la mejor película posible para así reivindicar el sitio que le corresponde a Anvil dentro de la escena musical. Además de contar con dos protagonistas fuera de lo común, que se muestran a cámara tal como son, ha sabido reflejar toda la rica tipología que les rodea en su locura diaria. Queda claro que sin el apoyo de sus pacientes y comprensivas familias jamás habrían podido dedicarse a su afición durante tanto tiempo pero, capítulo aparte, merecen el par de incondicionales fans que tienen desde el comienzo. Y en especial Mad Dog, que bebe la cerveza por la nariz, y al que dedicaron una canción con su nombre de guerra. ¡Larga vida a los Anvil!