Aitxus Iñarra Profesora de ka UPV-EHU
Silencio sentido, sentidos del silencio
En su artículo y con lenguaje sugerente, Iñarra reivindica el silencio y, en consecuencia, arremete contra el ruido, que en nuestra sociedad se ha llegado a mercantilizar a través de vínculos artificiales con valores positivos como la alegría, la fiesta o la juventud. Tal es la perversión del concepto del silencio que, en algunas sociedades modernas, se ha llegado a considerar como una ofensa o una provocación.
El silencio es una de las realidades de las que, paradójicamente, más se habla. Constituye un tema permanente sobre el que se pueden escribir textos tan bellos como éste: «Con dignidad saben el bosque y la roca callar contigo. Vuelve a ser cual el árbol que amas, el de amplias ramas: silencioso y atento cuelga sobre el mar. Allí donde acaba la soledad comienza el mercado, comienza también el ruido de los grandes actores y el zumbido de las moscas venenosas... El mundo gira en torno a los inventores de nuevos valores, gira sin que se lo perciba. Pero el pueblo y la fama giran en torno a los actores: así es como se mueve el mundo».
Es la invitación de Zaratustra, en «Así habló Zaratustra» de F. Nietzsche, a compartir la soledad silente de la naturaleza, hoy más necesaria que nunca en un mundo cada vez más ruidoso y desvinculado de lo natural. Un mundo fabricado desde determinadas instancias que han traído un exceso de verbalismo y de señales ruidosas, así como el desconocimiento y el alejamiento de uno consigo mismo.
Tal es la invención de la máquina y su desarrollo con la penetración del sonido inarmónico en la vida del individuo. Es un producto de la industrialización, la era de los motores de sonoridad pesada y estridente que se propaga en muchos trabajos. Y que ocupa las carreteras y las calles de nuestras ciudades con el fragor del tráfico de vehículos. Un ruido en progresivo aumento, ya que el desarrollo tecnológico de la sociedad de la información y el conocimiento no está siendo más benigno con este huésped insidioso, que produce nuevas y cada vez más sofisticadas formas acústicas. La intensificación y diversificación de este elemento perturbador ha llegado a extenderse a todos los ámbitos de la vida privada y pública. Una sinfonía discordante de sonidos provenientes de televisiones, radios, teléfonos móviles... penetra omnipresentemente a todas horas en las mentes de los ciudadanos. Mientras esos mismos medios de comunicación vulgarizan e intensifican, a su vez, la voz y el ruido en la fabricación de la realidad y de la conciencia, con paquetes seriados de consignas homogeneizadoras.
La cultura de masas imposibilita el silencio y mercantiliza lo acústico disonante dotándolo de sentidos diversos. De tal manera que el ruido se ha ido vinculando en las últimas décadas a diferentes aspectos de la vida social. Se ha convertido en expresión de alegría, aunque muchas veces se trata más de estrépito y estridencia que de un contento natural. Tal es, por ejemplo, el vocerío y la bulla de los deportes de masa. También se ha infiltrado en la fiesta, de tal manera que la fiesta es sólo tal si va acompañada de potentes decibelios. Asimismo se ha considerado el ruido algo propio de la juventud. Cuando el ruido, en sí mismo, no es rasgo propio de ninguna edad, sino una interferencia innecesaria, artificial a menudo, con la que se invade y agrede la naturaleza silenciosa, tan propia como poco reconocida, del ser humano.
Existen, ciertamente, numerosas formas e interpretaciones del silencio como signo, tan variadas como son las intencionalidades del que lo atestigua y del que lo interpreta. De ahí resulta, entre otros, un silencio afectuoso, prudente, aceptador, amenazante, negador o ambiguo. Sin embargo, hablar del silencio, y sobre todo practicarlo se ha convertido en algo inadecuado o extraño pudiendo llegar a constituir en algunos contextos de la cultura occidental, incluso, una provocación. Piénsese en muchos encuentros sociales en los que el silencio se interpreta como algo descortés. O, con otro sentido, lo que sucede, todavía, en aquellas culturas donde perdura el enmudecimiento segregador impuesto a las mujeres en los encuentros mixtos. De la misma manera que en sociedades que se dicen despojadas de tabúes todavía se sigilan determinadas enfermedades estigmatizadas como el sida o la enfermedad mental.
Quien siempre ha tenido el poder de administrar y reglamentar la palabra y el silencio es la Institución. Ha sido muy pautada la ausencia de la palabra en los ámbitos monásticos del Occidente medieval -diferente del silencio autoimpuesto y elegido del eremitismo espiritual- y en determinados rituales, aunque actualmente estos contextos son cada vez más restringidos. En el ámbito político también se acalla a los ciudadanos, permitiéndoles la palabra una sola vez cada cuatro años. Y, en el contexto sanitario sucede frecuentemente que no existe el valor del intercambio, pues la palabra válida resulta ser la palabra funcional que confirma al médico frente al paciente que ha perdido el uso de ella. También, el espacio educativo es cada vez más un universo dictado, en donde la libertad de cátedra se restringe y los currículums explícitos preestablecidos enmudecen la posibilidad de otras opciones.
Inconfundible es también el silencio que se muestra ante la autoridad política o religiosa como evidente muestra de respeto ritual o sumisión. De ésta emana, asimismo, la censura o el silencio impuesto. Es el mutismo obligado que convierte en silentes las voces no aceptadas por el sistema, y en peligrosa la palabra pronunciada por el adversario.
Existe, asimismo, la palabra inaceptada, que tan frecuentemente se desdeña e ignora en la vida cotidiana. Es la palabra que no se escucha, que el interlocutor traduce en ruido o ausencia de sentido. Ocurre cada vez que alguien dice algo pero lo expresado no se toma en consideración o se le despoja del sentido. Hecho bien descrito por las expresiones: «como si oye llover» o «le entra por una oreja y le sale por la otra».
Hay veces que la palabra estorba y desaparece en el silencio íntimo de los amantes. De este silencio habla Meher Baba cuando les pregunta a sus discípulos del porqué la gente se grita cuando está enojada. Después de escuchar las respuestas de éstos, y no satisfaciéndole ninguna de ellas, les explica que cuando dos personas están enojadas, sus corazones se alejan mucho. Para cubrir esa distancia deben gritar para poder escucharse. Mientras más enojados estén, más fuerte tendrán que gritar para escucharse uno a otro a través de esa gran distancia. A diferencia de cuando dos personas se aman, no necesitan siquiera susurrar, sólo se miran y eso es todo.
Lo cierto es que nos hemos acostumbrado a este fragor circundante que ha invadido nuestras vidas, sin percatarnos que nos afecta a la salud y a la manera de manejar el mundo, no dejando espacio para poder encontrarse uno consigo mismo. Es así que se hace más necesario que nunca alejarse del ruido humano, e imitar a la naturaleza en el silencio pleno latente bajo su sonido natural. Se trata de vivir mediante la introspección el silencio mental, el que va más allá de las construcciones mentales de la palabra. Es la mirada muda donde se desvanece el pensamiento, la construcción convencional del mundo, y descubre a la naturaleza humana su universo inédito. La experiencia de este silencio se asemeja al vacío en su plenitud, es invisible, intangible e inaudible. Subyace a todo sentido, pareciendo que lo anula cuando, en realidad, sin este misterioso silencio no existiría ni el experimentador ni el mundo.