GARA > Idatzia > Iritzia> Editoriala

Un juicio contra una nación sin Estado, y una Copa para un Estado que querría ser nación

Hay procesos judiciales que retratan con mucha precisión un conflicto político. El caso más paradigmático en Euskal Herria es el de Burgos 1970, cuando el juicio militar contra unos ciudadanos vascos voluntarios de una organización entonces no muy conocida llamada ETA terminó convirtiéndose en un bumerán contra el régimen franquista en todo el mundo. Clarificador fue también el juicio contra la Mesa Nacional de HB desarrollado en el Tribunal Supremo en 1997, en cuanto que supuso la prueba del algodón de la incapacidad del Estado para contrarrestar por vías políticas la alternativa democrática de la izquierda abertzale; año y medio después, el propio Constitucional español tuvo que corregir a prisa y corriendo aquellos encarcelamientos y admitir implícitamente que se había perpetrado una gran injusticia.

Pasan los años y pese a la constatación palpable de que esos diques represivos nunca han podido contener la marea de la iniciativa política, erre que erre, el Estado español sigue en esa apuesta, probablemente ya sólo para resistir o ganar tiempo. Ahora es la primera institución nacional vasca de la era moderna, Udalbiltza, la que se sienta en el banquillo de la Audiencia Nacional.

En los últimos años, estos macrojuicios se han sucedido en cascada frente a todo tipo de organizaciones políticas, sociales, juveniles o medios de comunicación, por lo que existe un riesgo de que terminen perdiendo gravedad ante los ojos de la sociedad. Todos son igualmente denunciables en cuanto que radicalmente injustos, pero el caso concreto de Udalbiltza tiene peculiariades que remiten a aquellos procesos de 1970 ó 1997.

Para empezar, se juzga a electos, es decir, a representantes de la ciudadanía, lo que supone en el fondo sentar en el banquillo a todos los que, mediante su voto, les dieron el mandato de actuar en una determinada dirección. Se les juzga además por hacer política, y por hacerla del modo más digno y en su sentido más solidario: organizándose desde la base, buscando recursos propios, apoyando a los ámbitos y zonas más precarias... Y se juzga a una institución plural y transversal, que nació con el aliento de sensibilidades ideológicas muy diferentes, lo que también constituye un ejemplo muy difícil de hallar en el panorama político actual.

Se acusa, en suma, a representantes de la ciudadanía que sólo buscaban articular institucionalmente su país. Por el delito de no conformarse con que Euskal Herria sea una nación, una nación troceada, y dar pasos para que algún día sea, además, un Estado.

Catalunya no se acaba en Johannesburgo

El juicio se ha iniciado esta misma semana en Madrid, allá donde aún no se habían apagado los ecos de la victoria de su selección en el Mundial de fútbol. El logro deportivo llevaba pendiente tantas décadas que muchos no dejaban de soñar con ese día D en que un simple gol fuera el fetiche catalizador para convertir al Estado español en una sola nación cohesionada. Pero ha bastado una semana para comprobar que una cosa es el terreno de las exaltaciones deportivas puntuales y otra muy distinta el de las realidades políticas perennes.

Hubo quienes llegaron a ilusionarse con que el cabezazo de un jugador llamado Carles Puyol contribuyera a pasar la página del pisoteo español a la voluntad de la ciudadanía catalana con el Estatut. Lógicamente, se llevaron un chasco el pasado sábado, con la imponente movilización ciudadana en Barcelona, y otro este viernes con el compromiso manifestado en el Parlament. Son los mismos, por cierto, que el pasado lunes, en las celebraciones del Mundial, ya ponían el grito en el cielo porque algunos jugadores habían exhibido senyeras en Madrid, incapaces siquiera de digerirlo y presentarlo como la muestra de aquel «sano regionalismo» que intentó implantar Franco.

España tiene una gran selección de fútbol, eso está muy claro. Y también tiene un Estado, indudablemente. Pero, al contrario que Euskal Herria o Catalunya, dentro de ese Estado no existe una nación única. No existe salvo en la letra de su Constitución, que ahora ha servido al Tribunal Constitucional para enconar el conflicto con la mayoría ciudadana catalana. Hasta el presidente del Gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, ha hecho patente su incomodidad y ayer mismo admitía que el debate sigue abierto necesariamente y que tendrá que dar nuevas respuestas.

En resumen, que los triunfos deportivos sirven para vender camisetas, pero no para reparar desaguisados políticos de tal calibre. La victoria en el Mundial de fútbol no servirá para avanzar en el intento de asimilación de vascos o catalanes, que llevan muchos siglos resistiendo y varios años envueltos en una dinámica de iniciativa política creciente.

El triunfo probablemente sólo valga para reforzar la autoestima de un Estado -otrora Imperio- necesitado de referencias de éxito, como ha quedado claro en estas semanas. Sería deseable que esa autoestima fuera gestionada en sentido positivo, para que efectivamente el Estado español entrara en una nueva dimensión histórica, moderna y democrática. Porque no es una victoria futbolística lo que da grandeza -grandeur en francés- a un Estado, sino la capacidad de jugar limpio, consigo y con los demás.

Imprimatu 
Gehitu artikuloa: Delicious Zabaldu
Igo