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Iñaki Egaña Historiador

Guillermo Ichua

El autor utiliza el personaje popular de Guillermo Ichua, que vivió en Urberuaga a finales del siglo XIX y cuyas historias se sitúan «entre la picaresca y el engaño», para denunciar la «ceguera inducida» y la «hipocresía supina» que dominan el mundo en nuestros días. «Los Ichua se han convertido en una plaga», afirma Egaña.

Trabajaba en el Balneario de Urberuaga de maletero, desde que era un crío. En su juventud, una viruela negra le dejó ciego y, por eso, colegas y clientes del establecimiento de Aguas Termales le conocían con el apodo de Ichua (hoy escrito Itsua). Algunos sabían que se llamaba Guillermo y nadie tenía conocimiento de su apellido. Había llegado al mundo en la villa de Markina y hablaba un castellano ramplón y tan plagado de errores que a los clientes les hacía gracia.

Guillermo Ichua, que repartió su vida entre las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX, conocía los alrededores de Urberuaga como la palma de su mano. Puesto que una vez había sido vidente, reconocía a la gente por el sonido de sus zapatos, el eco de su voz e incluso, por intuición. Olía la llegada de la lluvia y se enternecía cuando de lejos percibía el murmullo de la trikitrixa.

En cierta ocasión, en fiestas del Carmen como las que se celebran ahora en numerosos pueblos y barrios de nuestro país, el balneario se vació porque los veraneantes se dirigieron a Markina, a disfrutar de sus limonadas y sus partidos de pelota. Un grupo de señoritas rezagadas acudió al gerente, entonces Rafael Alonso, para que un coche les llevara a la villa de la cuenca del Artibai y, el propietario, sin ningún tipo de indecisión, le llamó a Ichua para que hiciera de cochero.

Las jóvenes volvieron al atardecer al balneario encantadas de la excursión, cuando una de ellas se percibió de la ceguera de Guillermo: «¡Santo Dios, hemos viajado conducidas por un ciego!», dicen que gritó la señorita. A lo que Ichua, que tenía un gran desparpajo, respondió: «Si, señora, y guiados mucho mejor que otros que tienen buena vista».

Este y otros episodios hicieron sospechar a los paisanos que Guillermo Ichua no era ciego del todo, o que en algunas épocas percibía ciertos rayos de sol, o que su memoria era prodigiosa y recordaba con detalle todos los caminos y vericuetos que conocía antes de que la viruela negra hiciera estragos en su organismo. Yo, que no me relacioné con Ichua, entre otras razones porque nací bastante después de que él hubiera muerto, pienso que más bien, se hacía el ciego. Eso sí, con mucho estilo.

La herencia de Guillermo Ichua ha estado tan extendida que por eso me he tomado la molestia y el empeño en recordar, aunque muy someramente, su figura. Un personaje simpático, sin duda. Entre la picaresca y el engaño.

Las cegueras aparentes, sin embargo, no se enquistaron en el sanatorio de Urberuaga y en la persona de Ichua. Volaron en el tiempo hasta nuestros días, y anidaron entre nosotros, como un cuco invasor. Esta sociedad, y cuando más arriba de la pirámide la proporción se multiplica, muestra su ceguera un día sí y otro también, en un gran ejercicio de hipocresía. Vemos lo que ocurre a nuestro alrededor y actuamos como ciegos. Pero, en realidad, vemos.

José Saramago, recientemente fallecido, construyó un elogio a la ceguera, una fábula gigante de una sociedad que va siendo minada por un virus maligno que, poco a poco, va sumiendo a los vecinos en el mundo de las tinieblas. Quizás sea demasiado atrevido en mi afirmación, pero sospecho que Saramago pretendía convencernos, con su elogio, que la ceguera no era un recurso literario, sino más bien una cuestión política, quizás sociológica.

Herman Hesse había ido probablemente más lejos al recrear la rebelión de un grupo de ciegos, internos en un hospital, que intentaron opinar sobre los colores. La escenificación de la insurrección de los ciegos, a quienes por cierto el jefe del hospital acusó falsamente de llevar una camisa de color rojo, me recuerda a «Rebelión en la granja», de George Orwell, una crítica feroz al estalinismo, donde, por una vez y al contrario que en los cuentos de hadas, los malvados son los animales y los ingenuos los humanos.

En la cercanía, la ceguera es un estadio tan extendido que, habitualmente, nuestros partidos, sindicatos y agentes políticos se acusan mutuamente de no ver la realidad. Quizás haya parte de razón en las acusaciones e intervenciones. Todos somos culpables y todos inocentes, en la misma medida aunque más de uno me dirá, con razón, que en una y otra circunstancia, los niveles son notorios, incluso determinantes.

Pero no deseo llevar este artículo por esos caminos, sino enfilarlo hacia las veredas como las que hollaba Guillermo Ichua, de quien todo el mundo sospechaba que veía y, a pesar de ello, era el ciego de Urberuaga. A esa hipocresía social tan extendida que apenas deja hueco a la duda. Esa hipocresía social reflejada en todo lo que sabemos de sobra.

La lista se me antoja enorme y, después de hacer un pequeño resumen, me quedo con algunos de los especialmente difundidos. Creo que, además son compartidos por la mayoría, independientemente de ser lectores de Saramago, Orwell o Hesse.

Porque todos sabemos que las elecciones no son libres, que en las comisarías los malos tratos están a la orden del día, que en la familia real son ligeros de cascos y que el celibato impuesto a los agentes de la Iglesia crea monstruos. Y, a pesar de ello, nos dicen que el sistema electoral es irreprochable, que las sedes policiales son limbos inmaculados, que los borbones son ejemplo de familia y, para terminar, que los curas pederastas son excepción.

Ceguera inducida, hipocresía supina.

Sabemos, por descontado, más aún desde la sentencia del Tribunal Constitucional español a cuenta del Estatuto de Cataluña, que los pilares de la democracia española están anclados en lo más rancio del franquismo y de sus instituciones seculares. Sabemos que precisamente esa democracia tan alardeada es una gran excepción en la Historia de España y que durante cientos de años, los modelos de gestión política han sido totalitarios y excluyentes. Y, a pesar de que hasta los más fachas reivindican ese pasado absolutista los ciegos nos presentan un escenario pretendidamente tolerante.

Y, tal y como Slavoj Zizek nos lo explica en su «Elogio de la intolerancia», que no de la ceguera, las políticas expansionistas (en su caso analiza la de Israel), se basan en el victimismo. El caso de EEUU y su explotación del 11-S es el modelo. El español, con respecto a las del terrorismo, paradigmático. No deja de ser un síntoma que temas tan dispares como desarrollo autonómico, tortura, mapa viario o normalización lingüística dependan de ese paraguas que se llama «lucha antiterrorista».

Sabemos, también, que el capitalismo privatiza los beneficios y socializa las pérdidas, que crea pobreza, hambre y, nuevamente, exclusión. Sabemos que el capitalismo es, por definición, corrupto, fraudulento y que todos los que han hecho fortuna a través de sus vías marcadas son, en realidad, ladrones. De guante blanco o de guante negro, pero siempre ladrones. Y, sin embargo, las loas, las mentiras y, sobre todo, su apoyo mediático (el empresario se paga su propia campaña de imagen con sudor ajeno), nos lo presenta como el único escenario posible.

Sabemos que los medios de comunicación, precisamente, están, en una mayoría aplastante, al servicio de proyectos generalmente económicos. Trasnacionales. Que la mitad de lo que cuentan es pura propaganda, cuando no publicidad encubierta, y mucho del resto interés en crear una opinión determinada. Y, sin embargo, nos largan monsergas de ética, abundan en conferencias sobre moral y crean foros culturales. Como si no supiéramos, del primero al último de los mortales, que todo es un camelo.

Guillermo Ichua fue un hombre de su tiempo, un cálido personaje que veía personas, olas y nubes a pesar de su ceguera. Un vidente con pretensiones de ciego. Más de cien años después, los Ichua se han convertido en una plaga, en un ejército humano como ariete al cambio, a la sombra de esa reflexión de Erasmo que añadía que ceguera era sinónimo de locura y de demencia. Esperemos no haber llegado a tanto.

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