La Organización Internacional del Trabajo ha hecho público, en el marco del Año Internacional de la Juventud auspiciado por la ONU, un informe especial sobre el impacto de la crisis económica global en el desempleo juvenil, el cual arroja unos datos alarmantes. El aumento sin precedentes del desempleo juvenil hace que de los 620 millones de jóvenes entre 15 y 24 años económicamente activos en el mundo, más de 81 millones -el número más alto en la historia- estén desempleados, además de otros 152 millones de jóvenes que trabajaron, pero permanecieron en la extrema pobreza en hogares que viven con menos de 95 céntimos de euro por persona al día. La brecha porcentual de género indica, a su vez, un agravamiento de la situación de las mujeres jóvenes a la hora de encontrar trabajo.

El resultado de dicho informe resulta desalentador si tenemos en cuenta el elevadísimo número de jóvenes atrapados en el círculo del desempleo y la pobreza, que persistirá por al menos otra generación. Ya hay quien, instalado en el fatalismo, habla de «generación perdida» y advierte del incremento potencial de la inestabilidad social, de una juventud ligada «al crimen, la violencia y el consumo de drogas». Agoreros de grandes catástrofes sociales que menoscaban y desaprovechan el potencial de desarrollo y transformación del futuro que tienen los jóvenes de hoy.

Pero estos datos, así como el contexto de crisis, ofrecen también oportunidades y desafíos que no pueden dejarse escapar. Además de las estrategias específicas de juventud, integrales y exhaustivas, que combinen políticas de educación y formación con políticas laborales para la juventud y que aborden especialmente las serias desventajas de las mujeres jóvenes a la hora de ingresar en el mercado de trabajo, es necesario actuar con visión global, construyendo alternativas, desde lo local y concreto, a la estructura de un sistema que se sostiene en la miseria y la exclusión de cientos millones de personas. Es tiempo de acción.