Iñaki Egaña Escritor
El expolio de lo público
La privatización del espacio público es lo último en la escalada institucional para desnaturalizar ese patrimonio inmaterial que llevamos en nuestra mochila centenaria. Aquellos que se pasaron derrapando en la modernidad, que diría Fito, el de los Fitipaldis, son los que ahora venden los restos de este espacio que un día fue y hoy no es sino ruina asolada de tierra y humanidad.
Los que nos precedieron fueron quienes delinearon el espacio público como centro de convivencia. Las normas fueron las elementales, casi espontáneas. Las plazas de nuestro pueblos y barrios, los patios de las parroquias fueron lugares de reunión y diversión, escenarios para llorar y reír. En esas plazas vimos a los dragones echar fuego por sus fosas nasales, a los contorsionistas abrazarse de forma inverosímil y a los poetas recordarnos la fragilidad del amor.
También fueron centros de intercambio y luego de comercio. En los fregaderos municipales o en las orillas de los ríos nuestras abuelas jugaron siendo niñas y se ruborizaron cruzándose pretendientes. Y en las calles adyacentes, zapateros, cordeleros o sastres se fueron asociando para ordenar sus gremios y, cuando los calores llegaran, aplacar penas con vinos y danzas atrevidas.
Así, los niños se hicieron adolescentes, los jóvenes adultos y los mayores viejos. Las arrugas convivieron con la tersura, la amistad con el odio, el invierno con el verano. Los quintos celebraron su llamada a filas, las peñas el santo inexistente, los jóvenes su adiós a la pubertad y las madres la marcha de sus hijos a Terranova. Comedias y tragedias, como las escritas por los griegos clásicos con la particularidad que nadie, excepto quizás el maestro, sabía de esa ciudad que un día llamaron Atenas.
La casa, el caserío, se trasladó a la calle, a lo público, y viceversa. Qué remedio, pensaría alguno, si las vacas mugían en el establo, bajo la cama en la que habían nacido los hijos y habían muerto los abuelos. Efectivamente, la línea entre lo público, la plaza, y lo privado, la casa, era tan fina que ni siquiera los jueces, tan ilustrados ellos, eran capaces de delimitarla. Los cerrajeros claveteaban puertas, no sabían de llaves.
Hoy, ese mundo forjado como el hierro, a fuerza del progreso de las estaciones, de la marcha lenta pero inexorable de decenas de generaciones acumuladas en el lodo del camino, ha desaparecido. Quizás queden guetos, quizás los últimos mohicanos se enfaden por mi apreciación. Quizás haya repuntes en la enfermedad, bucles melancólicos que diría el fundamentalista Jon Juaristi. Quizás. Pero el Rubicón hace tiempo que lo cruzaron los panzers del capital.
Sufrimos un desfalco gigantesco de ese patrimonio inmaterial que citaba al comienzo de la reflexión, una apropiación del espacio público en nombre de la nada. Por la fuerza. Como los últimos caladeros del Cantábrico, esquilmados, las aves de rapiña se han lanzado sobre un terreno que permanecía virgen y que, además, ejercía de referencia para demostrar, sobre todo a la juventud, que las cosas, incluso la política, se pueden hacer de otra manera. Que el futuro, como lo fue el pasado, no está predestinado.
La manipulación del espacio y del concepto festivo es probablemente uno de los apartados paradigmáticos del expolio. Pero no el único y tampoco, ya me perdonarán las comparsas bilbainas o las peñas pamplonicas, el más importante. El modelo a desaparecer es el de la participación, palabra maldita donde las haya. El modelo a desarrollar es el del espectáculo-negocio. Donostia, en esta carrera, ha ido por delante del resto de capitales vascas. Aquel engendro de Semana Grande, parido entre Elorza y Ordóñez, no sólo ha sobrevivido, sino que se ha convertido en piedra filosofal. Hoy, los Sanfermines institucionales de Iruñea son un intento ramplón de ofrecer la fiesta a los turistas, como ya lo hicieran los donostiarras hace décadas con los aristócratas, incluso con Franco, al que paseaban bajo palio.
En los sustancial, el concepto dominante deja la fiesta en manos de técnicos y el espacio festivo en poder de las eufemísticamente llamadas «firmas comerciales» o, lo que es lo mismo, en poder de autoritarios empresarios que quieren hacer valer la primera de las reglas de cualquier negocio: ganar la mayor cantidad de dinero en el menor tiempo posible. Mientras nosotros nos acercamos al escenario con la intención de divertirnos, en todas sus acepciones, el modelo está buscando nuestro ingreso en el engranaje del consumo. Lo nuestro es para un par de días, lo de ellos para 365.
La participación, en consecuencia, es un obstáculo, porque se trata de un «elemento» incontrolado, algo que no gusta a los patronos precisamente. Por eso, la fiesta es reducida a consumo (gasto) y espectáculo (gasto también). Ver, oír y callar, como los tres monos sabios que desde su templo japonés traspasaron el Pacífico hacia el oeste para llegar al continente. Los receptores de la fiesta son consumidores. Como quien compra un bote de café o una determinada marca de limonada.
Fuera del concepto festivo, del que quizás he hecho una generalización inadecuada en su extensión (es cierto que aún hay espacios de libertad), el despojo abarca todas las facetas sociales hasta hace poco públicas. Los hosteleros se han hecho dueños de las aceras y plazas, los anunciantes de las fachadas de nuestras viviendas, los inmobiliarios, bancos y especuladores dueños del suelo (¿qué mentira es ésa de que tenemos derecho a una vivienda digna?), los vendedores de relojes de nuestros equipos de fútbol.
La magnitud de semejante atraco se puede apreciar en ejemplos cotidianos, en la supremacía del interés de un constructor sobre hallazgos rupestres (Praileaitz), en la de un especulador urbanístico sobre la cuna de la civilización (Plaza del Castillo), en la del viajero de élite sobre el entorno natural (TAV)... En fin, desgraciadamente, la lista sería interminable.
El peso crea poso y aberraciones semejantes las vamos digiriendo con normalidad. Lo público es un terreno abonado para la demagogia y la mentira, para acotar el expolio bajo el paraguas del «bien común». Han llegado hasta ese límite, precisamente, de llamar al negocio multinacional y empresarial «bien común». ¡Sinvergüenzas!
En esa línea, lo político, parte inseparable de lo público, se ha pervertido hasta confines difíciles de imaginar hace unos años, cuando se abría ese horizonte ocultado por la dictadura. La democracia se identifica con la posibilidad de votar a una lista cerrada cada cierto tiempo, cuatro años probablemente. En ese tiempo, los elegidos se mueven en el terreno de lo privado, alentados por lobbies económicos cuyo fin, repito, es ganar la mayor cantidad de dinero en el menor tiempo posible.
Hombres y mujeres, nuevamente, somos predeterminados como consumidores. Hemos perdido la perspectiva. Desconocemos si el puerto deportivo es una necesidad o un negocio de una cementera, si la incineración una vía para financiar partidos políticos o una forma rápida de deshacerse de la basura, si el resultado del partido de fútbol una contienda lícita o, por el contario, un desenlace impuesto por la marca deportiva que viste a los dos equipos. Hasta me entran dudas de si los que razonan a favor de los ultramontanos del alarde tradicional tienen argumentos de discriminación de género detrás o casas de indumentarias de Formosa.
El expolio tiene también su aspecto despótico, como si estuviéramos en la Edad Media. La campaña por la capitalidad cultural de la capital guipuzcoana para 2016 tiene un eslogan que cada vez que lo leo me produce retortijones: «Olas de energía ciudadana». Además de robarnos el pasado, además de robarnos el espacio público, nos toman por ovejas de un rebaño.
Tengo ya más de medio siglo y les aseguro que la única energía ciudadana que he visto en estos 50 años es la que levantó ikastolas, guarderías, gau-eskolas, logró la salida de los presos, cerró cuarteles, evitó la urbanización de Gladys Enea... Nada que ver con esas «olas» de chicle y celofán, inventadas por técnicos al servicio de empresarios que, por vender, son capaces de vender a su propia madre.