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Koldo Campos I Escritor

Ojos ciegos

De mirarte y no verte ya no me quedan ojos. Todos los fui perdiendo por la casa, algunos por la calle, ni sé cómo ni cuántos he venido extraviando. Al principio, cuando los proscribí por alevosos y los desalojé por miserables, reconozco que, encontrarlos por ahí, de cualquier forma, desparramados, sin brillo ni pestañas, mortificaba tanto mi vergüenza que hasta llegué a pensar en recogerlos y disculpar sus chanzas y desaires, pero ya no les hablo, ya no saben mirarte.

Me hubiera conformado con que volvieran a acogerte en sus retinas y te guardaran a salvo de distancias y ni siquiera eso se dignaron fingirme. Ayer, uno lloraba inconsolable, enfermo de nostalgia, y a otro más lo encontré deambulando, resignado a su suerte, como si supiera el desenlace, pero ya no me sirven, ya no saben mirarte.

Son tantos y tan ciegos que casi es imposible no pisarlos. Donde quiera que voy me los encuentro y, como si me vieran, me guiñan acogidas y reencuentros, desesperados por volver a ser mis ojos y sin que mi desdén los acobarde, pero ya no me importan, ya no saben mirarte.

Entras en la cocina y, asomada a la taza de café, de improviso te asalta una vieja pupila proponiéndote nuevos horizontes y más y mejores perspectivas, y en las noches se apostan debajo de mi insomnio en el común afán de murmurarme reproches y pesares, pero ya no los oigo, ya no saben mirarte.

Si al menos, de soslayo, los ojos que ayer fueran y hoy no son, no te dieran del todo por perdida y encontrarte no fuera un acertijo y saberte no costara la vida, pero ya no los quiero, ya no saben mirarte.

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