Koldo LANDALUZE

Resulta inevitable no sentirse atrapado por el infalible encanto que emana de la extraña pareja formada por el orondo y bonachón ogro interpretado por Gérard Depardieu y la anciana ilustrada Gisèle Casadesus. Ambos acaparan con su poderosa presencia una escenografía de bancos, parques y paisajes bucólicos zurcidos a base de letra impresa y emociones a flor de piel. Las inevitables referencias a la no menos excelente «Cartas a Iris» de Martin Ritt, nos redescubren un modelo cinematográfico cuyo tiempo es regido por relojes de arena y palabras impresas en la memoria colectiva que nos han legado la lectura de tantos libros.

Jean Becker apuesta por un estilo acorde con la atípica amistad compartida por la pareja protagonista y su postura se asemeja al del paseante que, cautivado por las conversaciones compartidas por el albañil Germain y la anciana Margueritte, decide sentarse en un banco próximo para, sin molestar, seguir de cerca un encadenado de diálogos rebosantes de experiencia vital.

El autor de «La fortuna de vivir» perfila con mimo cada uno de los atardeceres sobre los que se escenifica la cordial crónica afectuosa de estos personajes que reflexionan y meditan al compás de un otoño vital que amenaza con cubrir su primaveral amistad.

Es cierto que el filme ha dejado a un lado la afilada y corrosiva intencionalidad que la escritora Marie-Sabine Roger esboza en la novela original, pero tampoco se le puede negar a un autor tan apasionado por la lectura como Becker, su predisposición a hacernos partícipes de esa rara emoción que sentimos cada vez que reconocemos en un acto humano lo que primero nos descubrió un libro. Lacrimógena y calculadamente emocional, «Mis tardes con Margueritte» es uno de esos raros proyectos al que no podemos acusar por su descarada intencionalidad de hacerse querer. Sobre todo, si en uno de nuestros habituales paseos descubrimos un banco compartido por Depardieu y Casadesus. El resto, nos aguarda al transitar por los pasajes de «La peste» de Camus.