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Aitxus Iñarra Profesora de la UPV-EHU

Los usos del mal

Algo tan «complejo y expuesto» como hablar del mal es el ejercicio que se propone Iñarra en su artículo, por medio del cual comparte su reflexión como siempre sosegada y aleccionadora. Tras mencionar mitos y fábulas referidas a ese tema, lleva al lector al suelo más firme de la experiencia, una de cuyas enseñanzas es que «las fuerzas del bien no combaten contra sus oponentes maléficas y destructoras, sino que ambas son el resultado de la conducta propia del ser humano», y a partir de esa constatación aborda los argumentos que sobre el mal (y el bien) han conformado las diferentes religiones y culturas.

Caminando por la sierra de Urbasa, un hombre de una localidad cercana a Lizarra me contó que, en época de la guerra civil una mujer entrada en años fue retenida por los nacionales. Conminándole a que gritara viva Cristo rey. Ella se resistía, hasta que finalmente alzó su voz vivamente gritando «¡viva lo pior!». Es fácil imaginar lo que siguió a continuación. Esa expresión del mal que la anciana había denunciado: lo peor.

Se ha polemizado mucho sobre el origen del mal, e incluso se ha dicho repetidamente que éste es inherente a la naturaleza humana. Resulta ser algo complejo y expuesto hablar de él. Como cualquier realidad inaceptable y cotidiana podemos sentir que algo o mucho de él se halla en uno mismo, frecuentemente expresado como proyección dañosa en el otro. Elemento negado, junto con su antónimo, el bien, se halla estrechamente vinculado al sentido del yo. Intimida hablar de él, pues parece que evocarlo, según la creencia popular, es atraerlo. Pero lo cierto es que la percepción dual del Bien y del Mal es tan antigua como la manera que tenemos de construir y conocer el mundo. De ello dan testimonio los mitos de muy diversas culturas. Esopo nos cuenta que aprovechándose de la flaqueza de los Bienes, los Males los expulsaron de la tierra, y aquéllos subieron a los Cielos. Una vez allí preguntaron a Zeus cuál debía ser su conducta con los hombres. Les respondió el dios que no se presentaran todos juntos, sino uno tras otro. Ésta es la causa de que los Males, que viven entre los hombres, les asedien sin descanso, en tanto que los Bienes, como descienden de lo alto, sólo se les acercan de tarde en tarde.

Pero sabemos por experiencia que el mal no es una venganza cósmica, ni un castigo de los dioses por atentar contra el orden divino. Sabemos que las fuerzas del bien no combaten contra sus oponentes maléficas y destructoras, sino que ambas son el resultado de la conducta propia del ser humano. Conducta regida por la ética que encauza el proceder sobre lo que uno debe y no debe hacer, e incluso pensar o sentir. Es el caso de las distintas morales de las religiones abrahámicas, que han elaborado numerosas razones y argumentos sobre lo que es el mal. Le han atribuido el valor de pecado y, en su versión más conservadora, lo han equiparado con el mundo y la carne, asignándole al diablo el rol de representante y propagador del mismo.

A lo largo del tiempo las diferentes culturas, y en particular las monoteístas han ido conformando y dotando a la maldad de innumerables actos y significados. Toda una ciencia del bien y del mal que se hará consustancial a los distintos sistemas sociales con sus correspondientes formas de poder. Entre esos sentidos destaca la transmisión enmascarada en diversos relatos de que la idea del mal aparece vinculada con la ruptura de los distintos códigos dominantes.

Conforme se extiende la idea de que el dios del bien y la verdad ha muerto, el concepto del mal y su antagonista han pasado a gestionarla la Ciencia e Instituciones de toda índole. Constatamos la concepción que tiene la Medicina oficial de la enfermedad, en contraposición a la salud, como algo rotundamente indeseable, algo a combatir antes que a entender. O el control social que, aunque frecuentemente no se reconozca como tal en la vida cotidiana, subyace en la vida social y constituye un elemento determinante para la legitimación de determinadas conductas consideradas buenas o correctas, en detrimento de otras estimadas indeseables, censurables o delictivas. En el ámbito de la psique, en cambio, el mal se expresa como angustia o sufrimiento vinculado con el malestar de la cultura. Una cultura de masas que ha roto la conectividad con el mundo natural y con el sentido de lo más íntimo de cada uno, como es el encuentro con uno mismo.

También la educación, copartícipe de la misma cultura, se convierte en la herramienta idónea para la transmisión de lo correcto y lo que no lo es. Observemos sus funciones más modernas como la educación en valores -solidaridad, amistad, tolerancia, paciencia...-, o para la paz, o en la igualdad. Se proclaman pautas, normas de conducta, actitudes... siempre a los individuos, nunca a las estructuras. Lo que permite que esta tarea sea efectuada por una institución preñada de emociones de odio, rencores, envidias y ambiciones, espejo, a su vez, de las prácticas competitivas tan extendidas en todos los ámbitos de la vida social.

Además, ya desde la niñez se nos sumerge en un mundo habitado por dos únicos personajes: la amenazante maldad y la pureza del bien. Prueba de ello es la socialización mediante cuentos, narraciones o los dibujos animados poblados de perversos agresores, madrastras de malvado corazón o crueles monstruos, siempre rechazables. Y frente a ellos, héroes y personajes bondadosos, virtuosos e inocentes, siempre deseables. El relevo de estas narraciones a historias más complejas y más difíciles de gestionar, pero manteniendo la misma escisión de buenos y malos, lo toman fundamentalmente los medios de comunicación. Son ellos quienes destierran a los adultos a la mudez tras la ingestión de un mundo poblado de criminales, violadores, estafadores, corruptos... frente a los buenos ciudadanos.

Por ello, cuando observamos nuestra conducta, podemos descubrir y reconocer la impostura sutil divisoria entre lo correcto e incorrecto, lo positivo y negativo, el bien y el mal. Aspectos o voces del yo, codificados culturalmente y tomados como reales cuando, en sí mismos, son entidades inexistentes.

Parece, no obstante, que existe cada vez más intensamente la sensación generalizada de que la iniquidad se hubiera multiplicado y fortalecido de manera significativa, tanto en sus formas como en la manera de percibirla. Lo cual no es de extrañar dado que padecemos en carne y hueso las dolorosas consecuencias de la misma. Así lo muestran el aumento de variadas prácticas destructivas, el empobrecimiento de grandes bolsas de la población, el dogmatismo exacerbado del beneficio, el ensalzamiento del héroe consumista y la fascinación del dominio sobre el otro en un mundo gobernado más que desde el discernimiento, desde un antojo ciego e inexpugnable.

Rousseau otorgó al ser humano una bondad innata corrompida por la vida social, y Hobbes lo enfrentó con su homo homini lupus (el hombre es un lobo para el hombre). Por todo lo expuesto, estimado lector, quizás estés de acuerdo en que ambas versiones sobre la naturaleza humana son muy restrictivas. Y también convengas en lo que sostiene Lao Tse al decir que cuando todo el mundo sabe que lo bueno es bueno, esto no es bueno. Pues la división del mundo en bondad y maldad, al fin y al cabo, más que algo natural, es una imagen que disfraza lo real, una convención social, una categoría antinómica importada sobre un mundo fabricado en el que cada vez confiamos menos.

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