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Julen Arzuaga I IMPULSOR DE LA INICIATIVA ADIERAZI EH

Idiotas

El título del artículo no se refiere a quienes padecen cierto deterioro de sus facultades mentales, sino a quienes en la Grecia clásica se desentendían de la participación en los asuntos públicos. Actualmente el poder solicita la participación de los ciudadanos, pero la rechaza cuando ésta se lleva a cabo de modo crítico. De ahí la importancia que Arzuaga otorga a la participación de la ciudadanía, inspiración y razón de ser de la iniciativa Adierazi EH, que el próximo sábado brinda una oportunidad de reclamar la urgente «reconstrucción del tejido asociativo».

Sin acritud. Con ese vocablo los antiguos griegos designaban a aquél que, aun poseyendo intactos los derechos de ciudadanía, se despreocupaba voluntariamente de la participación en la cosa pública. La pasividad ante la política se consideraba entonces como un defecto moral, muestra de egoísmo. Intentando abstraernos del insulto que supone hoy el término, la participación política está actualmente en entredicho. Unos, cierto, porque no quieren. Tal vez por desencanto, motivo no les falta. Otros porque no les dejan.

Todo partido invoca la participación ciudadana, la necesidad de contraste y cooperación social. Una «pose». Quienes sostienen el sistema tal y como hoy lo conocemos, prefieren ciudadanos acríticos. Suministrando la debida dosis de propaganda, inoculando la cantidad oportuna de indolencia, hacen que sus bases sociales se abandonen al letargo de la pasividad, para adherirse a lo que algunos llaman ya el «nuevo totalitarismo de la indiferencia». En definitiva, el poder pide participación, pero cuando ésta se ejerce mediante la crítica, se torna insoportable. Por eso, glorifican a los que no se integran en asociaciones, los que no protestan, los que desoyen las convocatorias de tomar acción. ¿Ejemplos? Recientemente políticos y medios de comunicación aplaudían a una minoría que no secundaba un plante en las fiestas de Bilbo, mientras invisibilizaban a los que ampliamente lo respaldaban. La opinión amaestrada -o el despiste- de los primeros es bienvenida. Su opción es oportuna y libre, si así se puede considerar la de los alienados. Los segundos, los contestatarios, simplemente no existen.

Se supone que los cargos institucionales deberían atender y reconducir las demandas populares a las corporaciones que dirigen. Sin embargo, su prioridad es la contraria. Prefieren obviarlas por medio de la marginalización-criminalización- ilegalización de los movimientos o las personas que sostienen esas demandas. Las jerarquías de políticos, dignatarios, jueces... han llegado a la conclusión de que la «democracia» es algo demasiado valioso como para dejarla en manos de la ciudadanía. Como sus antecesores déspotas ilustrados se jactan, «todo por el pueblo, pero sin el pueblo». En una sociedad en la que el individualismo y el egoísmo son deificados, los rangos de potentados sacrifican el pensamiento disidente, consecuente, solidario en el patíbulo levantado en el patio trasero de «su» sistema político.

Así, mientras este sistema impide votar a unos, anima a votar a otros. Sólo de vez en cuando y a condición de que, inmediatamente, se abstengan de la política. Además de ese efecto directo -la apatía del votante-, consiguen otro aún más peligroso a la larga: la falta de presión sobre el votado para que resuelva problemas. Y si no se enfrenta a ésos, parciales, livianos, ¿qué será de los problemas estructurales, los más graves y de largo alcance, los que requieren las decisiones más profundas y acuciantes y por ello, arriesgadas? Sin aliento ciudadano, no tienen necesidad de explorar soluciones, menos aún si éstas deben ser radicales. Así, los jerarcas perciben el cambio como un riesgo: las decisiones audaces pueden no ser entendidas por sus adormiladas bases, y temen que les castiguen electoralmente por ello. No se dan cuenta de que el camino al precipicio consiste, hoy por hoy, en no proponer solución alguna.

El erróneamente denominado «pensamiento único» -erróneo porque no es pensamiento, sino precisamente irreflexión, ofuscación- al que se aferran nuestros gobernantes se basa precisamente en negar alternativas, otras posibilidades de pensar. Pero sin confrontación posible de ideas, sin contraste, los programas políticos acaban convirtiéndose en precepto de fe anquilosado, en principio y fin. Sin cuestionamiento, sin la tensión de la opinión contraria, sin posibilidad de ser refutadas, lo que eran profundas convicciones se empantanan, se convierten en dogmas, se alejan de la verdad que avanza por otro sendero. Decía Bacon que «si partimos de certezas, llegaremos a tener dudas. Si por el contrario se parte de dudas, se alumbrarán certezas». Ellos están persuadidos de la infalibilidad de este sistema. Dudemos nosotros de él, cuestionemos las soluciones que nos ofrecen. Aportemos nosotros y nosotras nuestras recetas, en continuo cambio y acomodo a las nuevas circunstancias, en permanente argumentación y objeción, en la acción de aportar y rebatir. Y creámonos capaces de llevarlas a la práctica.

Por eso es prioritaria una revisión del sistema. Quienes quieren hacerse presentes y alzar la voz en el debate público, quienes tienen la voluntad de participar, adoptar y ejercer responsabilidades, deben enfrentarse a este diseño general. A esta «democracia» inamovible, intocable. Hurtado el debate sobre el modelo, éste ha dejado de ser eficaz, independientemente de si las decisiones se adoptan en Gasteiz-Iruñea, en Madrid-París o en Bruselas-Washington. El reto que afrontamos no es reformar sus instrumentos, sino reinventar un nuevo sistema realmente democrático y justo y que a la vez sea eficiente para dar cauce a aspiraciones políticas, sociales, culturales y ambientales acuciantes. El politólogo B. Barber reivindica la strong democracy: «la forma de gobierno en la que todo el mundo se gobierna a sí mismo, en al menos algunos aspectos fundamentales, y al menos una parte de su tiempo». Inspirador.

Meses de maduración, de debates y de discusiones han sacado a la calle la iniciativa popular Adierazi EH. Un proceso inclusivo en el que gentes diferentes han debatido hasta consensuar una nueva plataforma de trabajo. Ahí se ha llegado a la conclusión de que no hay cambio en positivo sin la participación directa de todos y todas, menos aún si se desprovee a amplios sectores de la población de su vertiente política. Es prioritario establecer una nueva metodología para encarar problemas, cuya resolución se vislumbre además posible. La única manera de revertir las tendencias anteriormente apuntadas y de invertir en futuro es empoderando a la ciudadanía. «Denontzako eskubide guztiak Euskal Herri osoan» es la conclusión, la síntesis. Los efectos inmediatos de este tipo de dinámicas tienen que ser la potenciación de la participación popular, reconvertir el malestar ciudadano en acción ilusionante y constructiva, que temple el músculo social y que facilite la implosión de una nueva conciencia política.

Un planteamiento ideológico necesita de un escenario, de un soporte en el que erigirse. Por eso el día 11 de septiembre debemos llenar las calles de Bilbo. Para reclamar que la reconstrucción del tejido asociativo debe ser inmediata y eficaz. Porque es necesaria una regeneración de la iniciativa ciudadanía para participar, hablar, estar presente en política.

Con ello, políticos incapaces, eternos titulares de poltronas con loctite, gestores egoístas, inmóviles, sin vocación ni capacidad para la cosa pública, serán retratados. Y en el fotolito podrán verse tal y como los adjetivaron los antiguos griegos.

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